Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

14 de diciembre de 2013

El proceso de nulidad matrimonial



A los historiadores a veces nos gusta hacer un poco de "historia-ficción" o "¿qué hubiera pasado si...? Nos gusta imaginar cómo podrían haber sido las cosas (o la vida de un determinado personaje histórico) si las circunstancias hubieran sido otras y no las que verdaderamente fueron.
Por ejemplo, y en este caso concreto, ¿qué hubiera sido de María Tudor si su padre no se hubiera "divorciado" de la reina Catalina, no la hubiera repudiado, no la hubiera desterrado...?

El capítulo que os ofrezco hoy fue determinante y decisivo para la vida de María y para su reinado. Y sí, claro, por supuesto, también fue determinante y supuso un punto de inflexión en la Historia de Inglaterra.

 
© Julia Siles Ortega. 2009
El proceso de nulidad matrimonial
Según apunta la doctora Mª Jesús Pérez Martín en su biografía sobre María Tudor, «contra toda norma, lógica y decoro, una advenediza a quien habían despreciado las familias más poderosas de la nobleza se estaba atreviendo a desbancar a la propia reina […] Situación inconcebible cuando se cuestionaba la sucesión del reino dentro de una complicada política internacional.»
A mediados de mayo de 1527 se inició el proceso de nulidad del matrimonio de Enrique. Wolsey amonestó al rey por haber vivido ilegalmente durante dieciocho años con la viuda de su hermano Arturo.
Catalina, preocupada en extremo por las oscuras intenciones de Wolsey, de quien siempre había recelado, advirtió a D. Íñigo de Mendoza, embajador de Carlos V: «El cardenal, para coronar sus iniquidades, estaba trabajando para separar al rey de la reina, y la conspiración había avanzado tanto que un número de obispos y abogados se habían reunido secretamente para tratar la nulidad de su matrimonio.»
A primeros de junio llegaron a Londres las noticias del Sacco de Roma, y el tribunal que trataba el asunto de la nulidad se paralizó temporalmente. Las tropas imperiales retenían cautivo a Clemente VII. En el caso de que la reina apelara al papa, lo haría al prisionero de su sobrino y no al aliado anti-imperialista de la Liga de Cognac. En semejante situación, Clemente VII difícilmente iba a refrendar el dictamen de Wolsey.
La pregunta que se hacían todos era: ¿Por qué había tardado Enrique VIII tanto tiempo en manifestar este escrúpulo, si en verdad le había asaltado cuando iba a casarse con la reina? «Acostumbrado a satisfacer siempre su voluntad, y a recibir elogios superlativos sobre sus dotes físicas, intelectuales y morales, había llegado a un punto de no distinguir entre la ley de Dios y sus deseos. […] No dejará de afirmar que actúa movido por su conciencia, su deber hacia Catalina, hacia su pueblo y hacia Dios.»
Se acusó a Wolsey de suscitarle este escrúpulo al rey; así lo creía firmemente la reina Catalina, y otros asiduos de la corte: Tyndale, Polydore Vergil o Nicholas Harpsfield. Wolsey lo negó y atribuyó los remordimientos de Enrique a sus lecturas religiosas y a las conversaciones mantenidas con eminentes teólogos.
Pero Wolsey estaba perdiendo la confianza de Enrique a favor de un «hombre nuevo», recién llegado a la corte: Thomas Cromwell. Fue él quien recomendó a William Knight como mensajero para informar al Papa de las últimas intenciones del rey: primero quería una dispensa para casarse sin la previa anulación de su matrimonio, con lo cual incurriría en el pecado de bigamia; y en segundo lugar, pedía que, una vez declarado nulo su matrimonio, se le permitiera casarse con cualquier mujer, aunque se volviera a dar el primer grado de afinidad entre ellos, incluso si fuera debida a una relación extramatrimonial. Wolsey interceptó estos mensajes, y descubrió con verdadero horror que era Ana Bolena el verdadero «motivo» de los escrúpulos religiosos de Enrique. De cualquier modo, las gestiones de Knight sirvieron de poco, porque el Papa, dada la situación política internacional, y habida cuenta de que Catalina era tía del Emperador, no parecía resuelto a concederle la nulidad al rey de Inglaterra… al menos no de un día para otro.
El proceso coincidió con un brote de la epidemia conocida como «fiebre sudorosa». La enfermedad azotó a la población inglesa, y la propia Ana cayó gravemente enferma.
El legado papal, cardenal Campeggio, propuso una alternativa válida al divorcio: dado que Catalina era una mujer piadosa y devota de Dios, ¿no desearía consagrarle su vida e ingresar en alguna orden religiosa que fuera de su agrado? La reina replicó que su vida estaba consagrada al rey; que había sido llamada por el Señor a ser su legítima esposa y que no podía abandonarle. Asimismo se confesó con el cardenal, reiterando lo que siempre había mantenido: que cuando se casó con Arturo era virgen y que nunca consumó el matrimonio, por lo cual Enrique la recibió intacta en el altar. Añadió que el prelado era libre de comunicar en público, si fuera menester para su causa, lo que le había sido confiado en secreto.
Hastiado Enrique de la obstinación de su esposa, la expulsó del palacio de Greenwich y la envió (con su séquito) a Hampton Court. Las dependencias que dejó Catalina las ocupó inmediatamente Ana Bolena.
«La Gran Cuestión polarizó la opinión entre la élite y provocó una feroz lucha por el poder. En 1528 ya habían empezado a aparecer tres facciones distintas en la corte, en la Cámara Privada y en el Consejo Privado: los que seguían a Wolsey y apoyaban al rey […]; los conservadores aristocráticos […], que apoyaban discretamente a la reina pero querían expulsar a Wolsey del poder; y la facción de los Bolena, que pronto sería la más poderosa y capitaneaba la propia Ana […].»
Pasaban los meses y la cuestión de la nulidad no se resolvía. La influencia de Ana, cada vez mayor en el corazón de Enrique, ponía en peligro la que antaño había gozado Wolsey, así como su poder. Nadie estaba más satisfecho de este estado de cosas que el padre y el tío de la joven dama. Sus planes para destruir a Wolsey iban mejor que nunca, pronto el rey tendría que decidir entre el cardenal y Ana, y estaba muy claro cuál iba a ser su elección.
Sin embargo, la popularidad de Ana fuera de su círculo cortesano, y lejos del rey, era menor que mínima; en la corte se la tenía por soberbia y codiciosa; y el pueblo de Londres nunca la admitiría como reina mientras viviera Catalina. Ya empezaban a escucharse los clamores de la gente en las calles: «¡Vuelve con tu esposa!». Enrique no volvía con Catalina, pero tampoco se mostraba impaciente por defender la virtud de Anne y castigar al populacho por su osadía. Antes al contrario, temiendo por su popularidad, Enrique mandó llamar a los principales ciudadanos de Londres y les aseguró que no le deseaba ningún mal a la reina, tan sólo deseaba tranquilizar su conciencia; y que si tuviera que elegir otra vez, volvería a tomar a Catalina por esposa con preferencia a cualquier otra.
En «el juicio» de Blackfriars se enfrentaron el rey y la reina, los dos cara a cara y manteniendo sus respectivas posturas firmes e inamovibles. En un momento determinado, y después de haber oído los argumentos que, muy seguro de sí, exponía Enrique, Catalina se postró a sus pies y le suplicó justicia y protección, pues era extranjera y estaba lejos de aquellos que podían defenderla; le recordó que siempre había sido una buena reina, y que su fidelidad a él y a la corona inglesa habían sido irreprochables, y que si de él no podía obtener justicia ni compasión en esta causa, se encomendaba a Dios. Poco después abandonó el tribunal al que acusó de no ser imparcial y al que, aseguró, no tenía intención de volver. El juico prosiguió, pero no parecía perfilarse una sentencia clara al respecto, y finalmente, el 23 de julio, el cardenal Campeggio decidió dejar «el caso» en manos de Roma, cumpliendo así las instrucciones que le había dado el Papa.
La caída de Wolsey se produjo inmediatamente después de emitirse tal sentencia. Influido por la facción de los Boleyn, Enrique dejó que se acusara al cardenal de recibir bulas de Roma, un cargo que Wolsey no pudo negar. En octubre se le despojó de su cargo de canciller; amparado por la bondad de Enrique, no fue procesado, y sólo se le «desterró» de la corte, y se le encomendó el cuidado de su diócesis de York.
La desgracia y humillación del cardenal supusieron el ascenso y la afirmación de la rancia nobleza; los duques de Norfolk y Suffolk en especial tenían motivos sobrados para estar satisfechos con el curso de los acontecimientos.