Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

10 de junio de 2013

Catalina de Aragón vs. Ana Bolena

© Julia Siles Ortega. 2009

Hoy os presento a dos mujeres que van a desempeñar, cada cual a su modo, un rol decisivo en la vida de María. Aquí esbozo una muy pequeña parte de su personalidad y su carácter. Es sólo una breve introducción a los personajes que en la novela tendrán, como es natural, un papel mucho más significativo.

Comparar a estas dos mujeres en el contexto social, político y religioso de la Inglaterra del siglo XVI daría pie a más de una tesis doctoral. Aquí me limitaré a esbozar lo más destacado de ambas, lo que las distingue y las enfrenta, más allá de la figura omnipresente de Enrique VIII.



De entrada, pertenecen a dos mundos distintos: el germano y el latino. Es una cuestión de caracteres. Por un lado la piedad, la sumisión y la resignación a permanecer en un estatus femenino del que no se puede escapar, ni siquiera siendo reina; por el otro, el pragmatismo inglés y la ambición desmedida, hija del inconformismo y de la soberbia. Dos temperamentos y dos credos muy distintos. Por un lado: la reina católica, humilde y paciente. Sometida primero a la voluntad de sus padres para inclinarse, más tarde, ante la de su caprichoso esposo. Una mujer sencilla y de pocos alardes, digna y discreta. Por el otro: una joven educada en los placeres mundanos, a la que gusta que la miren y la admiren; una mujer que no se conforma con el lugar que ocupa en la sociedad y en la corte. Quiere más de lo que la vida le ha ofrecido hasta ahora, y sabe muy bien cómo conseguirlo.
¿Acaso no es piadosa, no es temerosa de Dios? Sí, por supuesto, ¿quién se atrevería a no serlo en esos tiempos? Pero una cosa es la devoción religiosa y la lectura privada e íntima de la Biblia, y otra muy distinta la vida fastuosa dn la corte.
Comparar a Catalina y a Ana es comparar la inflexibilidad, el rigor y la obstinación del catolicismo frente al sentido común, la maleabilidad y la tolerancia del protestantismo. Tan importante como su juventud y su fertilidad innegables, es el hecho de que Ana abraza ya las ideas reformistas que han ido infiltrándose en Inglaterra en los últimos años. ¿Habría consentido una mujer católica en que Enrique rompiera con la Iglesia de Roma, hubiera podido sobrellevar ese sentimiento de culpa?
Ana no se sentirá culpable de esa ruptura con el Papa, antes al contrario: la incitará, la provocará conscientemente. La voluntad de Enrique —que es la suya misma— está por encima de todo. Incluso por encima de la obediencia a Roma.




Culturalmente, ambas mujeres están a la par; las dos han recibido una esmerada educación humanista. Probablemente la más acusada diferencia sea que, mientras que una fue educada en una España oscura, de intolerancia religiosa propiciada por la temible Inquisición, la otra pasó su infancia y adolescencia en la corte francesa: alegre y festiva, donde los placeres no sólo estaban permitidos, sino que parecían de obligado disfrute.