Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

28 de abril de 2013

Buenos modales en la mesa. Una idea del Renacimiento.


Uno de los aspectos que más entusiasman a lectores y espectadores de novelas y películas “de época” es la fastuosidad de los banquetes y los bailes de la corte. Todo el despliegue de riqueza y abundancia imperantes en los grandes salones europeos, en las grandes mesas, con tal profusión de manjares y buenos caldos invitan a la gula y el desenfreno. El Renacimiento deja también su huella a la hora de comer; aparecen nuevos gustos y nuevas modas. En el artículo que hoy os posteo se explica con detalle todo el protocolo que rodea una gran cena.



En el siglo XVI se empezó a comer con tenedor, y no con las manos, y a limpiarse con servilletas en vez de con el mantel.

© Francesca Prince
© Historia National Geographic

Roma, 13 de septiembre de 1513. La ciudad ha organizado un banquete en honor de Julio de Médicis, recientemente nombrado cardenal. La mesa se levanta sobre un estrado en la céntrica plaza del Capitolio, a la vista de curiosos y transeúntes. Antes de que comience el desfile de platos, los invitados disponen de agua para enjuagarse las manos; y durante la comida, cada convidado dispone de una fina servilleta, un cuchillo, una cuchara y un tenedor para su uso particular. El humo de hierbas aromáticas disipa cualquier olor que pudiera molestar a los comensales.
Por el tipo de cocina o la mezcla de gastronomía y espectáculo, esta escena romana podría parecerse a un festín medieval. Sin embargo, si se observa con mayor detenimiento, las diferencias entre este ágape renacentista y una celebración similar de la Edad Media son notables. En especial, llama la atención la ausencia de una de las costumbres más características de los siglos medievales: la de compartirlo todo, desde la cuchara hasta los platos.

CORTESÍA MEDIEVAL
En la Edad Media no había comedores como los que hoy conocemos. Las mesas para comer consistían en simples tablas colocadas sobre caballetes (motivo por el cual se habla de «poner la mesa») y cubiertas por un enorme mantel, que los comensales utilizaban para limpiarse los dedos. Sobre ellas no había platos ni vasos individuales, los cuchillos y las cucharas se compartían y la sopa se bebía directamente de la escudilla. Con la punta del cuchillo, los comensales tomaban los trozos de comida de una fuente común y depositaban el bocado sobre una tabla o sobre una gruesa rebanada de pan, generalmente compartida por dos personas. De ahí deriva la palabra «compañero», es decir, aquellos que comparten el mismo pan. Al final, el pan sobrante, impregnado de salsa, se daba a los pobres o a los perros.
Sin embargo, había normas que regían el banquete medieval, en apariencia tan desordenado, y así lo reflejan los manuales de conducta de la época, que atacan la falta de consideración hacia las personas con las que se comparte mesa. En 1384, el teólogo catalán Francesc Eiximenis, en su obra Lo crestià, exhortaba a los comensales a seguir ciertas normas: «Si has escupido o te has sonado la nariz, nunca te limpies las manos en el mantel», y a continuación precisaba: «Siempre que tengas que escupir durante la comida, hazlo detrás de ti y en ningún caso, por encima de la mesa o de nadie». Un texto alemán nos advierte que sonarse la nariz con el mantel es «de mal nacidos», y que hurgarse este apéndice mientras estamos comiendo «no es decente».

UNA NUEVA ETIQUETA
Durante el siglo XV se gestó una nueva idea del comer y de todo el ritual que rodeaba el acto de compartir la comida. Fue el humanista Erasmo de Rotterdam quien la plasmó en su tratado De la urbanidad en las maneras de los niños (De civilitate morum puerilium), donde sentó las bases de una nueva actitud en la mesa. Publicado por vez primera en 1530, este breve manual conoció más de treinta ediciones en poco tiempo.
El tratado, destinado al joven Enrique de Borgoña, hijo de Adolfo, príncipe de Veere, se refiere a los comportamientos propios de un noble, entre los que se cuenta la conducta en la mesa. Destaca la importancia de mostrar mesura: «Algunos, apenas se han sentado, echan las manos a los manjares; esto es propio de lobos». También debemos conocer el uso correcto de los diversos utensilios: «En guisos caldosos sumergir los dedos es de pueblerinos; con el cuchillo o con un tenedor retire de ello lo que quiere; y no lo ande eligiendo».
Pero la nueva etiqueta iba más allá de prescribir el uso correcto de los cubiertos o de señalar actitudes impropias. También añadía, por ejemplo, que la conversación agradable era parte importante del menú. Por ello, Erasmo aconseja que, a la vez que nos enjuaguemos las manos antes de comer, arrojemos «todo lo que en el ánimo haya de pena, pues en el convite ni es bien estar triste ni entristecer a nadie».
En su tratado de urbanidad, Erasmo señalaba, además, que adoptando los modales de civilidad nos distinguiremos de las bestias o de la gente grosera, una posibilidad, en principio, al alcance de todos, como el humanista holandés recalca en la conclusión: si «a quienes les tocó en suerte ser de buena cuna, deshonroso les es no responder a su linaje con sus maneras», también es cierto que «nadie puede para sí elegir padres o patria; pero puede cada cual hacerse su carácter y modales».

LA SERVILLETA, EN EL HOMBRO
A esta búsqueda de la afinidad de modales y gustos entre los comensales se suma, como ha observado el historiador Jean-Louis Flandrin, el avance de la idea de limpieza que, por otra parte, coincide con el progreso del individualismo renacentista frente a la promiscuidad medieval. Así, no sólo se rechaza cada vez más, como hace Erasmo, el uso de los dedos para llevarse alimentos a la boca, sino que se impone el empleo de nuevos utensilios de mesa como servilletas, platos, vasos, cuchillos y tenedores individuales.
Las servilletas se convertirán en un elemento indispensable para cada uno de los comensales; con ellas se protegen los delicados manteles que adornan las mesas y las vestiduras de los caballeros y las damas. En España, al parecer, introdujeron su uso e incluso su nombre los nobles flamencos que vinieron con Carlos V a la Península; la palabra servilleta procedería de la voz flamenca servete, derivada a su vez del latín servare, «guardar», «cuidar». Inicialmente, su uso estuvo limitado a las grandes ocasiones, momento en el cual había que demostrar que se sabía utilizarla de forma correcta: colocándola sobre el hombro izquierdo, según dictaba la etiqueta de la época.



EL DIABÓLICO TENEDOR
Junto a la servilleta se extiende el uso de un instrumento que es visto con recelo: el tenedor. Y ello a pesar de que su venida a Europa databa de siglos atrás; llegó con una princesa bizantina, Teodora, que viajó a Venecia en 1071 para desposarse con Domenico Selvo, el dux veneciano. En su equipaje traía consigo una broca de dos puntas que usaba para llevarse los alimentos a la boca. Sus gustos —demasiado mundanos y cosmopolitas— escandalizaron a los italianos e incluso el representante del Vaticano en la Serenísima tachó el tenedor de instrumentum diaboli.
Desde Italia, el tenedor viajó a Francia en 1533 de la mano de Catalina de Médicis, esposa de Enrique II. Una vez más, la corte tachó de extravagante tal utensilio. Décadas después Enrique III, al que se consideraba homosexual, fue objeto de continuas chanzas por el uso del tenedor, que se convirtió así en una marca de amaneramiento. Años más tarde, en 1605, Arthus Thomas, señor de Embry, aún se burlaba de los modales de la corte en su libro Descripción de la isla de los Hermafroditas: «En la mesa, no tocan nunca la carne con los dedos, sino con tenedores que se acercan a la boca estirando el cuello. Pero el verdadero espectáculo se da cuando los comensales intentan agarrar los garbanzos o guisantes; entonces, los más torpes acaban dejando caer más en el plato o en la mesa que en sus bocas».
El uso del sospechoso tenedor (cuyo nombre en castellano deriva del verbo «tener») no arraigaría hasta mucho tiempo después. En 1611, el viajero y novelista inglés Thomas Coryat, quien adoptó, quien adoptó de Italia la costumbre del tenedor y la llevó a su país, decía al respecto que «mis amigos se burlan y me llaman Furcifer». Sólo en el siglo XVIII los manuales dictaron el manejo del tenedor como instrumento individual. Y por mucho que su uso (al igual que el de la servilleta) tardase en implantarse, no hay duda de que nuestras costumbres actuales a la hora de comer deben mucho a los convites renacentistas.

18 de abril de 2013

La cuestión sucesoria


Hace más de un año que no pasaba por aquí. Mil disculpas a mis seguidores por tener el blog tan abandonado; han sido muchas cosas, muchos líos; otras novelas, una publicación, la de LE, largamente esperada y que ha requerido 27 horas diarias de mi tiempo, promociones, entrevistas, etc. Pero ya iba siendo hora de retomar la historia de María. Si nada se tuerce ni se retrasa, este verano retomaré la novela y ya no la dejaré hasta tenerla finiquitada. Mientras tanto, ya sabéis que en este blog voy poniendo artículos y reportajes relativos a la época Tudor, que es la que nos interesa y le da sentido a este blog.
Seguimos hablando de Enrique VIII, y hoy abordo uno de los temas clave en la historia de la dinastía y la novela: La cuestión sucesoria.
Ya sabéis que agradezco vuestros comentarios, sugerencias y propuestas, y toda la información que tengáis a bien compartir conmigo.

GRACIAS POR SEGUIR AHÍ.

 
 
© Julia Siles Ortega. 2009

El siglo XVI, al igual que los anteriores y los posteriores en la Europa del Antiguo Régimen, vino determinado políticamente por dos acontecimientos vitales en el ámbito familiar real: las alianzas matrimoniales y la sucesión dinástica. Aunque pudiera parecer injusto, e incluso cruel decirlo, no se podía soslayar el hecho: una mujer valía lo que valía su vientre. Y éste era valioso en la medida en que fuera capaz de gestar un hijo varón. Mejor si era más de uno, pues el índice de mortalidad infantil en ese período era alarmantemente alto.
Ninguna reina desconocía este hecho. Catalina tampoco. Pero la buena voluntad, el deseo, incluso el anhelo, no bastaban para llevar a buen término nueve meses de embarazo; y en el mejor de los casos, tal y como se ha apuntado más arriba, el riesgo de que la criatura falleciera antes de llegar a la edad adulta no debía despreciarse.
«A principios de 1510, la reina da a luz a una niña muerta, fracaso que parece remediarse cuando el 1 de enero de 1511 nace un niño sano; el nuevo príncipe de Gales muere a los cincuenta y dos días; su fallecimiento se achacó al frío que tuvo que soportar en la ceremonia de bautismo.»
En febrero de 1516 Catalina, después de un parto difícil, dio a luz a una hija, María. Iba a ser la única que sobreviviera al matrimonio. A pesar del desencanto general por el sexo de la criatura, el rey se mostró satisfecho y optimista, y así se lo expresó al embajador italiano Giustiniani: «Tanto la reina como yo somos jóvenes, y si esta vez es una niña, por la gracia de Dios seguirán niños.»
Pero Catalina, después del nacimiento de la princesa, no tuvo más hijos varones; en 1518 le nació una niña muerta, y los médicos le advirtieron a la reina que no iba a tener más hijos.
«Aquella imposibilidad de cumplir las apremiantes exigencias dinásticas, como hubiera deseado y siempre procuró, sumió a la reina en una gran pesadumbre, agravada por la pública ostentación que hacía Enrique de su última amante, la joven sobrina de Lord Mountjoy, Bessie Blount. Cuando en 1519 nazca su hijo, será reconocido con el significativo apellido de Fitzroy. La princesa María, a partir de sus tres años, ya contaría con un hermano bastardo, no ajeno a la sucesión real.»
El reconocimiento de Henry Fitzroy como sucesor de Enrique era harto improbable, pero el rey, orgulloso y feliz de su paternidad, ya lo había nombrado duque de Richmond y Somerset; tales distinciones públicas y notorias sumieron a la reina en gran congoja, su esposo y señor Enrique parecía dispuesto a hacer su santa voluntad como si ella ya no contara para nada.
Este duro revés envejeció notablemente a la reina, restándole atractivo, y la alejó de Enrique, quien, después de ver frustrados una y otra vez sus deseos de un heredero legítimo, empezó a sentir remordimientos de conciencia y a preguntarse si la falta de este varón no era una prueba de que Dios desaprobaba su matrimonio con la mujer de su hermano Arturo.
Para que el matrimonio de Enrique y Catalina se considerara válido, se había tenido que pedir a Roma una dispensa especial. Enrique empezó a darle vueltas al asunto y resolvió que lo que había hecho un papa en 1509, bien podría deshacerlo otro más tarde.
«El Levítico prohibía  el matrimonio de un hombre con la mujer de su hermano en todas las circunstancias, vivo o muerto». Si se incumplía esta ley divina, el matrimonio no tendría hijos. Sin embargo, la existencia de la princesa María, que en aquellos días contaba ya diez años y gozaba de una salud excelente, echaba por tierra el argumento de la esterilidad al que se aferraba penosamente Enrique para justificar una pasión y un anhelo que todos en la corte conocían ya, y que llevaba nombre propio.
Probablemente no se podía responsabilizar a Anne Boleyn del divorcio del rey, al menos no era suya toda la culpa; puede decirse, sin temor a errar, que la joven damisela estaba en el momento adecuado en el lugar adecuado, y supo cómo ganarse al rey y convencerle de que podía darle todo aquello que deseaba y que la reina le había negado.
Desesperado por engendrar finalmente un hijo legítimo, Enrique se dirigió a Wolsey y le conminó a que se ocupara de «conseguirle» el divorcio; cualquier pretexto o argumento era válido para deshacer o anular el matrimonio con Catalina y dejarle a él libre de ataduras para iniciar el cortejo formal de la joven damisela que le había robado el corazón.