Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

30 de noviembre de 2011

La princesa española

«En un caluroso día del mes de agosto de 1501 embarcó en La Coruña una niña española, de aire formal y grave, que iba a contraer nupcias y entrar a formar parte de una familia inglesa […] La niña, que aún no había los dieciséis años, desconocía en absoluto el idioma inglés y el francés, y las únicas impresiones personales que poseía del joven con quien iban a desposarla se las había proporcionado un pequeño retrato de su prometido.»
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.

28 de noviembre de 2011

Infancia y juventud de Enrique VIII, por Julia Siles Ortega

Éste es el primer "capítulo" o "apartado" de un trabajo académico sobre el monarca inglés que realicé en el otoño de 2009 para Historia Moderna Universal. Está desglosado en varias partes y os las iré posteando en los días siguientes... como veis, ya en ese momento el germen de la novela estaba en mi mente, y este pequeño ensayo no es más que una gota en el océano de la numerosa bibliografía que se ha escrito sobre la dinastía Tudor. Confío en que os resulte interesante y os ayude a comprender mejor el período y la realidad social y política en los que se ambienta la novela.

© Julia Siles Ortega. 2009. Universidad de Barcelona.


El lector profano que se aproxima a la figura de Enrique VIII Tudor conserva de él la imagen estereotipada que nos ha legado Hans Holbein: un monarca gordo y rubicundo, que exhibe una expresión cínica y, desde una posición altiva y privilegiada, mira al espectador con el mismo desdén que miraba a sus súbditos. Ese cuadro hace difícil recordar que una vez Enrique fue niño y, más tarde, adolescente. Se apasionaba por la danza, la música, la caza y los torneos medievales. Y se miraba en el espejo de los grandes héroes de la literatura clásica y medieval.
En un principio no se pensó que el muchacho rubio, de ojos azules, con un porte y actitud caballeresca, innegable encanto, y una egolatría apenas disimulada fuera a sentarse en el trono de Inglaterra. El heredero era su hermano Arturo, Príncipe de Gales, cinco años mayor que él, pero débil de aspecto y tísico. No obstante eso, Enrique VII y su esposa, Isabel de York, tenían puestas todas sus esperanzas en el primogénito y ya a finales del siglo XV habían concertado su unión con Catalina de Aragón, la menor de los hijos de los Reyes Católicos.
Mientras en la corte se organizaba todo para la inminente boda, que suponía una importante alianza entre Inglaterra y el floreciente y sólido reino instaurado por Isabel y Fernando, Enrique, bajo la tutela de Margaret Beaufort, su abuela materna, recibía la esmerada educación que se le exigía a cualquier príncipe del Renacimiento. Enrique aprendió rápidamente el latín, y hablaba el italiano y el francés con soltura, en buena parte debido a las conversaciones que mantenía con su padre en esta lengua. Su preceptor fue John Skelton, pero ya empezaba a beber de las fuentes del humanismo erasmista, muy de moda en la Europa renacentista, de espíritu reformador, pero muy lejos de la ruptura con el dogma católico. En palabras de A. Maurois, «La Inglaterra del siglo XVI no era antirreligiosa; era anticlerical». Lo que Erasmo, Colet, Linacre y otros intelectuales deseaban no era una nueva Iglesia, sino un clero nuevo: más austero y espiritual; menos corrupto y no tan codicioso.
El mismo Enrique era, en su niñez y adolescencia, un católico piadoso en extremo; de hecho, en algún momento se planteó la posibilidad de que el muchacho hiciera carrera en la Iglesia, pero tal idea se abandonó totalmente al morir el príncipe Arturo en 1502.
De repente, aquel muchachito de diez años estaba llamado a heredar la corona de su padre; eso, sin duda alguna, satisfacía su inmenso ego, pero, como contrapartida, lo situaba bajo la estricta supervisión de su padre. Ya no era tan sólo un príncipe más; era el futuro rey, y debía aprender a gobernar un reino y perpetuar la dinastía.
No era éste un asunto baladí en la política del siglo XVI; para cualquier monarca europeo, un descendiente varón era una garantía de estabilidad y solidez frente a las potencias extranjeras por un lado, y las luchas intestinas, entre facciones nobiliarias, por el otro. Para los Tudor, el asunto revestía una importancia y una urgencia especiales. La Dinastía no había empezado con buen pie; Enrique VII había sido coronado rey en el campo de batalla, después de derrotar a los ejércitos de Ricardo III en Bosworth en 1485. Era heredero de la casa Lancaster, y descendiente de Eduardo III por la rama materna, pero gran parte de la nobleza cuestionaba su legitimidad como rey, y su derecho a ocupar el trono. El matrimonio con Isabel, heredera de la casa de York hizo muy poco por mejorar la situación. Los nacimientos de los dos hijos varones dieron a Enrique cierta tranquilidad en este sentido, pero una vez muerto Arturo, la responsabilidad del destino de Inglaterra iba a recaer en su hijo menor.
Enrique VIII subió al trono en abril de 1509; más aficionado a los juegos, las danzas, la música y los placeres carnales que a los asuntos políticos, delegó todo el trabajo «rutinario y aburrido» de gobernar en Thomas Wolsey. No es que no fuera a tomar decisiones trascendentales, o que no se tomara en serio su responsabilidad como rey; simplemente, al contrario que su padre, no estaba dispuesto a pasar sus mejores años encerrado en un despacho, con montañas de papeles por única compañía.
Ansiaba combatir y conquistar; imaginativo e impetuoso, su ídolo era Enrique V, y anhelaba igualar —e incluso superar— sus hazañas en la batalla de Azincourt. En 1513 partió para Calais con la intención hacer valer su derecho al trono de Francia; la campaña se inició con un gran despliegue de tropas con él al frente. Se conquistaron las plazas de Thérouanne y Tournais, pero sin heroísmo ni ninguna batalla digna de ser recordada. Mientras tanto, en Inglaterra, quedó como regente Catalina; los conflictos escoceses se saldaron con la Batalla de Flodden, en septiembre de 1513, con una aplastante victoria de Inglaterra.
Después de la muerte de Luis XII de Francia, que dejó viuda a la hermana de Enrique, María Tudor, Francisco I fue el protagonista indiscutible de la política francesa de la primera mitad del siglo. Enrique no lo ignoraba y buscó una alianza con él, alianza propiciada por Wolsey, que parecía proteger los intereses franceses más incluso que los de su rey. Ambos monarcas se reunieron en El Campo del Paño de Oro, a poca distancia de Calais, en la zona de Francia que todavía pertenecía a los ingleses. En este encuentro los dos monarcas ocuparon la mayor parte de su tiempo en rivalizar en riqueza y vanidad personales. Pero no todo fueron bailes y festejos; en esa «cumbre» también se hizo política: se ratificó el tratado matrimonial de la princesa María, que para entonces contaba sólo cuatro años, con el Delfín de Francia, no mucho mayor que ella.
El reinado de Enrique fue muy distinto al de su padre; si éste era avaro, Enrique iba a dilapidar alegremente la herencia Tudor. Si el viejo rey era desconfiado y prefería llevar él mismo las riendas del gobierno, Enrique dejó gran parte del suyo en manos de otros mientras se ocupaba en diversiones cortesanas, y en proteger y promocionar a los humanistas a los que tanto admiraba.
Nada más sentarse en el trono, y para ganarse el amor del pueblo, hizo ejecutar a dos de los ministros más impopulares de Inglaterra: Empson y Dudley. Empezó así con muy buen pie su gobierno. Sin embargo, la nobleza estaba descontenta con este nuevo monarca que se rodeaba de gente vulgar sólo porque le divertían y halagaban su vanidad. «El duque de Buckingham se quejó, no sin razón, de que el rey “diera honorarios, cargos y recompensas a chicos en lugar de a nobles”. Había, sin embargo, un buen motivo que justificaba esta actitud de Enrique; al igual que su padre, desconfiaba de una nobleza que, por su sangre real, podía discutirle, e incluso quitarle el trono. Prefería mantenerlos ocupados en tareas políticas y administrativas.
Buckingham estaba resentido con esta situación, y no menos con el rápido y fulgurante ascenso de Thomas Wolsey que, de «hijo de carnicero», había llegado a ser canciller y cardenal, y cuya vida y ambiciones resultaban ofensivas para el duque. Enrique recelaba de él, y Wolsey lo convenció de que había un complot urdido contra él. El duque fue juzgado por un tribunal presidido por Norfolk y condenado a muerte por alta traición. Fue decapitado en Tower Hill el 17 de mayo de 1521.