Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

9 de octubre de 2011

Bodas Reales



En la Edad Moderna, los matrimonios reales se negociaban sin tener en cuenta las preferencias personales de los novios.


© Antonio Fernández Luzón
© Historia National Geographic

En la época que va del Renacimiento al siglo XVIII, los príncipes y reyes de Europa no se casaban como la gente común. En ese período, más incluso que en otros anteriores, lo que determinaba un enlace matrimonial en una casa real eran los imperativos políticos. La atracción mutua e incluso el consentimiento de las partes eran ignorados, y los jóvenes casaderos de ambos sexos eran simples peones en las alianzas que las diversas monarquías europeas establecían entre sí.
Los enlaces se negociaban a menudo desde una edad muy temprana, y a los futuros esposos se les preparaba desde niños para su destino de mayores. No era insólito que las princesas viviesen desde niñas en la corte a la que estaban destinadas, a fin de que conocieran las costumbres y la lengua del país. A la escocesa María Estuardo la trasladaron a Francia en 1548, con 6 años de edad, para que fuese educada por sus futuros suegros Enrique II y Catalina de Médicis. Del mismo modo, los matrimonios a veces se precipitaban e ignoraban las diferencias de edad. En 1515, el emperador Maximiliano I acordó el enlace de Ana Jagellón, que contaba 12 primaveras, con cualquiera de sus dos nietos, Carlos y Fernando, con la condición añadida de que si al cabo de un año se rompía el compromiso con los dos archiduques, Ana se casaría con el propio Maximiliano, de 56 años.

MADRES ADOLESCENTESEl casamiento precoz de adolescentes de entre 12 y 15 años, que en las familias plebeyas constituía un hecho excepcional, se convirtió en una costumbre en las casas reales y ducales de Europa. Ello hacía que las princesas quedaran expuestas a tener hijos a edad muy temprana, en una época en que los partos entrañaban mucho peligro. Claudia de Francia, esposa de Francisco I de Francia, dio a luz a siete hijos, el primero a los 15 años y el último, que le costó la vida, a los 24. Se ha calculado que la mitad de las soberanas europeas casadas cuando tenían menos de 16 años fallecieron antes de los treinta.
A la hora de casarse, los príncipes eran un juguete en manos de sus padres y las parejas se prometían sin conocerse. Sin embargo, no todo se hacía «a ciegas». Los diplomáticos, al negociar los enlaces, no olvidaban informar sobre las cualidades físicas de novios y novias. También existían los retratos. Isabel la Católica, por ejemplo, al principio de las negociaciones para su matrimonio con Fernando de Aragón, recibió del enviado de éste un medallón con un retrato suyo en miniatura, lo que, sin duda, la predispuso a favor del apuesto príncipe aragonés, de la misma edad que ella (ambos rondaban los 18 años), en vez de su otro pretendiente, el rey de Portugal, veinte años mayor. En cambio, los retratos de Carlos II no podían disimular sus malformaciones y sus dos esposas, la francesa María Luisa de Orleans y la alemana Mariana de Neoburgo, hubieron de vencer una evidente repugnancia por el partido que su familia les había negociado.
Los enlaces reales estaban rodeados de interminables formalidades legales. Los representantes de los consortes negociaban los capítulos matrimoniales en los que se fijaba la dote, los privilegios de que gozaría la reina en su nuevo país, los derechos dinásticos a los que a menudo debía renunciar… Una vez resuelto esto, tenía lugar la boda.

EL PRIMER ENCUENTRO
Como lo normal era que los novios fueran de países diferentes, la realeza recurrió de forma sistemática a un matrimonio «preliminar» que no exigía la presencia de ambos contrayentes: la boda por procuración o por poderes. El novio enviaba al país de la novia a un príncipe o gran noble que actuaba en su lugar, tanto en la ceremonia eclesiástica como, a continuación, en la alcoba, donde deslizaba una pierna o un brazo en el lecho nupcial como símbolo de que el matrimonio se había consumado. A continuación, la princesa, considerándose legalmente casada, emprendía el viaje a su nuevo reino con gran aparato, acompañada por un enorme séquito de damas y nobles ricamente ataviados. En la frontera se procedía a la protocolaria ceremonia de entrega y luego era acompañada por un lucido cortejo hasta su encuentro con el rey.
Antes de la boda propiamente dicha se permitía que los novios se vieran por primera vez. Era un momento que propiciaba la galantería y el romanticismo, incluso la pasión. Juana la Loca, al llegar a Flandes para casarse con Felipe el Hermoso, se entrevistó en «secreto» con su prometido. Felipe, al saludar a su prometida, que iba cubierta con un velo, le dijo: «No he visto nunca manos más bellas que las vuestras, mademoiselle.» Sin poder esperar más, los dos jóvenes (ella tenía 16 años y él 18) llamaron a un sacerdote para que los casara y se embarcaron en un «viaje de novios» por Brabante antes de la ceremonia oficial, que tuvo lugar dos días después.
La ceremonia de la boda regia constaba de varias fases. El primer acto consistía en la lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales. A continuación se procedía al desposorio, mediante el que las partes otorgaban solemnemente su consentimiento al matrimonio. Tenía, por así decirlo, fuerza de contrato social y tras su celebración se podía hacer vida marital. Después (y podían pasar varias horas o días) se efectuaban las «velaciones», así denominadas porque los cónyuges iban cubiertos con un velo durante la ceremonia eclesiástica que santificaba la unión conforme a las leyes del derecho canónico.
Como el fin último del matrimonio era la procreación, el ritual civil y sagrado antes descrito no era válido hasta que no se produjese el primer trato carnal. A veces, para tener la garantía de que la consumación se realizaba, el débito conyugal se llevaba a cabo ante testigos. Fue el caso de los futuros Reyes Católicos, cuya noche de bodas discurrió ante ojos escrutadores, como contaba un cronista: «Esa noche fue consumpto entre los novios el matrimonio, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad e nobleza en presencia de jueces e regidores e caballeros, según pertenecía a reyes.»

PAREJAS BIEN AVENIDAS
Nada garantizaba que en estos matrimonios de conveniencia no hubiera incompatibilidad de caracteres o falta de atracción mutua. Luis XIV, por ejemplo, mostró enseguida una visible indiferencia por su esposa española, la poco agraciada María Teresa de Austria, para pasar de brazos de una amante a otra. Aún así, a veces podía surgir la «chispa». El enlace de Carlos V con Isabel de Portugal, resultado de urgencias económicas y de intereses políticos, devino en un amor conyugal idílico. Los hijos del emperador habidos fuera del matrimonio pertenecen a su época de soltero o son posteriores a su viudez. Para mantenerse fiel a la emperatriz y resistir las tentaciones que le asaltaban durante sus numerosos viajes, Carlos V solía mortificarse con disciplinas.
Otro ejemplo, en el siglo XVIII, fue el de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Los diplomáticos decían que la princesa portuguesa era «extremadamente fea» y que a Fernando lo habían engañado enviándole retratos demasiado favorecedores; pero su elegancia, su cultura y su delicadeza personal le ganaron enteramente el afecto de su esposo y de sus súbditos. ■