Retrato de Maria I by Hans Eworth, 1554. National Portrait Gallery. London

30 de noviembre de 2011

La princesa española

«En un caluroso día del mes de agosto de 1501 embarcó en La Coruña una niña española, de aire formal y grave, que iba a contraer nupcias y entrar a formar parte de una familia inglesa […] La niña, que aún no había los dieciséis años, desconocía en absoluto el idioma inglés y el francés, y las únicas impresiones personales que poseía del joven con quien iban a desposarla se las había proporcionado un pequeño retrato de su prometido.»
Era Catalina la menor de las hijas de Isabel y Fernando, y coinciden los historiadores en señalar el gran parecido de la princesa con su madre: la misma fortaleza de carácter, la misma dignidad regia y la misma piedad cristiana. Y un sentido del deber que le impide cuestionar las decisiones que sobre ella y su destino se toman, acatándolas con sumisión, resignación y paciencia.
Catalina llevó a Inglaterra —y a su suegro, Enrique VII— una dote de 200.000 escudos. «No es de extrañar que, con motivo del desembarco de Dª Catalina en Plymouth en octubre de 1501, el pueblo se congregara a vitorearla. Veían en ella el final de tanta discordia civil […]». La entrada en Londres el 12 de noviembre es un acontecimiento solemne. Edward Stafford, duque de Buckingham, la recibió y saludó cortésmente; entre ellos se estableció una «amistad leal y sin reservas que sólo se interrumpiría con la muerte». Entre el populacho se encontraba un joven Thomas More, que veía en esta alianza matrimonial el comienzo de una era de prosperidad y bienestar para el país.
La gran alianza que se prometía Enrique VII con los españoles apenas duró unos meses; en abril del año siguiente a la llegada de Catalina a tierra inglesa, Arturo moría de tuberculosis, sin que se llegara a consumar su matrimonio.
A partir de entonces no se supo muy bien qué hacer con la Infanta viuda. Los próximos siete años iban a ser muy difíciles para Catalina; el joven príncipe Enrique se desposó con ella un año más tarde, pero no era un compromiso firme, ni había ya un interés por la princesa. El malestar se agudizó al morir Isabel de York, en 1503, a cuya muerte le siguió, en 1504, la de Isabel la Católica. La muerte de estas dos reinas dejó a sus respectivos viudos, Enrique y Fernando, como jugadores de ajedrez sobre el tablero europeo. Más preocupado por las ambiciones de su yerno, Felipe de Habsburgo, el rey católico se olvidó de su hija Catalina, y desatendió cualquier necesidad o ruego proveniente de ella. Por su parte, Enrique VII, una vez muerto Felipe, aspiraba a contraer nupcias con Juana de Castilla, que si bien no era apta para gobernar, sí lo era para casarse de nuevo; las riquezas de la Corona castellana le resultaban muy apetecibles al rey Tudor. Entre los anhelos de uno y las ambiciones de otro, Catalina se sumía en la aflicción, pues nadie parecía reparar en su existencia, y apenas tenía qué comer o con qué vestirse.
Todo esto cambió en 1509 con la muerte del viejo rey. El joven Enrique le sucedió, y al poco tiempo decidió finalmente casarse con la mujer viuda de su hermano.
«Fueron las gracias y los dones personales de aquella infanta, junto a su alcurnia dinástica, lo que pesó en el ánimo del joven rey para casarse con ella […], su prestancia tan modestamente elegante, su encantadora sonrisa abierta a todos, sus grandes conocimientos intelectuales y domésticos, todavía no implantados en la vida inglesa… Tanto él como su corte necesitaban aquel sello específico, tan distinguido y personal, que ninguna otra princesa parecía capaz de ofrecer."
Probablemente Enrique no llegó nunca a amar a Catalina, ni nadie, honestamente, esperaba que hubiera amor entre ellos. En el siglo XVI los matrimonios eran una cuestión política, y en contadas excepciones había una auténtica afinidad entre los contrayentes; la mayoría de las veces éstos se conocían a los pocos días del enlace, o incluso el mismo día en que se desposaban. La naturaleza carnal de Enrique y la excesiva piedad de Catalina propició que, desde bien temprano, él buscara la compañía de otras mujeres, con frecuencia damas de la corte. La reina no era ajena a los deseos del rey, pero estaba en su naturaleza y en su deber «hacer la vista gorda y oídos sordos» a lo que ocurría a su alrededor. Los rumores y los «dimes y diretes» sobre la concupiscencia del rey no podían ni debían alterar su regia dignidad.
Por otra parte, hay que reconocer que Enrique hacía partícipe a su esposa de las decisiones del gobierno, y buscaba su beneplácito como garantía para no errar. Asimismo, buscaba su compañía en pasatiempos tales como la música, la danza o la cetrería, en las que ambos rivalizaban en habilidad. Catalina era, por lo demás, una consumada latinista y, al igual que Enrique, simpatizaba con los humanistas que llegaban a la corte y a los que Enrique agasajaba sin reparar en gastos. Puede decirse que, durante los primeros años, hubo entre ellos un trato cordial y respetuoso, y cierta clase de amor fraternal.

28 de noviembre de 2011

Infancia y juventud de Enrique VIII, por Julia Siles Ortega

Éste es el primer "capítulo" o "apartado" de un trabajo académico sobre el monarca inglés que realicé en el otoño de 2009 para Historia Moderna Universal. Está desglosado en varias partes y os las iré posteando en los días siguientes... como veis, ya en ese momento el germen de la novela estaba en mi mente, y este pequeño ensayo no es más que una gota en el océano de la numerosa bibliografía que se ha escrito sobre la dinastía Tudor. Confío en que os resulte interesante y os ayude a comprender mejor el período y la realidad social y política en los que se ambienta la novela.

© Julia Siles Ortega. 2009. Universidad de Barcelona.


El lector profano que se aproxima a la figura de Enrique VIII Tudor conserva de él la imagen estereotipada que nos ha legado Hans Holbein: un monarca gordo y rubicundo, que exhibe una expresión cínica y, desde una posición altiva y privilegiada, mira al espectador con el mismo desdén que miraba a sus súbditos. Ese cuadro hace difícil recordar que una vez Enrique fue niño y, más tarde, adolescente. Se apasionaba por la danza, la música, la caza y los torneos medievales. Y se miraba en el espejo de los grandes héroes de la literatura clásica y medieval.
En un principio no se pensó que el muchacho rubio, de ojos azules, con un porte y actitud caballeresca, innegable encanto, y una egolatría apenas disimulada fuera a sentarse en el trono de Inglaterra. El heredero era su hermano Arturo, Príncipe de Gales, cinco años mayor que él, pero débil de aspecto y tísico. No obstante eso, Enrique VII y su esposa, Isabel de York, tenían puestas todas sus esperanzas en el primogénito y ya a finales del siglo XV habían concertado su unión con Catalina de Aragón, la menor de los hijos de los Reyes Católicos.
Mientras en la corte se organizaba todo para la inminente boda, que suponía una importante alianza entre Inglaterra y el floreciente y sólido reino instaurado por Isabel y Fernando, Enrique, bajo la tutela de Margaret Beaufort, su abuela materna, recibía la esmerada educación que se le exigía a cualquier príncipe del Renacimiento. Enrique aprendió rápidamente el latín, y hablaba el italiano y el francés con soltura, en buena parte debido a las conversaciones que mantenía con su padre en esta lengua. Su preceptor fue John Skelton, pero ya empezaba a beber de las fuentes del humanismo erasmista, muy de moda en la Europa renacentista, de espíritu reformador, pero muy lejos de la ruptura con el dogma católico. En palabras de A. Maurois, «La Inglaterra del siglo XVI no era antirreligiosa; era anticlerical». Lo que Erasmo, Colet, Linacre y otros intelectuales deseaban no era una nueva Iglesia, sino un clero nuevo: más austero y espiritual; menos corrupto y no tan codicioso.
El mismo Enrique era, en su niñez y adolescencia, un católico piadoso en extremo; de hecho, en algún momento se planteó la posibilidad de que el muchacho hiciera carrera en la Iglesia, pero tal idea se abandonó totalmente al morir el príncipe Arturo en 1502.
De repente, aquel muchachito de diez años estaba llamado a heredar la corona de su padre; eso, sin duda alguna, satisfacía su inmenso ego, pero, como contrapartida, lo situaba bajo la estricta supervisión de su padre. Ya no era tan sólo un príncipe más; era el futuro rey, y debía aprender a gobernar un reino y perpetuar la dinastía.
No era éste un asunto baladí en la política del siglo XVI; para cualquier monarca europeo, un descendiente varón era una garantía de estabilidad y solidez frente a las potencias extranjeras por un lado, y las luchas intestinas, entre facciones nobiliarias, por el otro. Para los Tudor, el asunto revestía una importancia y una urgencia especiales. La Dinastía no había empezado con buen pie; Enrique VII había sido coronado rey en el campo de batalla, después de derrotar a los ejércitos de Ricardo III en Bosworth en 1485. Era heredero de la casa Lancaster, y descendiente de Eduardo III por la rama materna, pero gran parte de la nobleza cuestionaba su legitimidad como rey, y su derecho a ocupar el trono. El matrimonio con Isabel, heredera de la casa de York hizo muy poco por mejorar la situación. Los nacimientos de los dos hijos varones dieron a Enrique cierta tranquilidad en este sentido, pero una vez muerto Arturo, la responsabilidad del destino de Inglaterra iba a recaer en su hijo menor.
Enrique VIII subió al trono en abril de 1509; más aficionado a los juegos, las danzas, la música y los placeres carnales que a los asuntos políticos, delegó todo el trabajo «rutinario y aburrido» de gobernar en Thomas Wolsey. No es que no fuera a tomar decisiones trascendentales, o que no se tomara en serio su responsabilidad como rey; simplemente, al contrario que su padre, no estaba dispuesto a pasar sus mejores años encerrado en un despacho, con montañas de papeles por única compañía.
Ansiaba combatir y conquistar; imaginativo e impetuoso, su ídolo era Enrique V, y anhelaba igualar —e incluso superar— sus hazañas en la batalla de Azincourt. En 1513 partió para Calais con la intención hacer valer su derecho al trono de Francia; la campaña se inició con un gran despliegue de tropas con él al frente. Se conquistaron las plazas de Thérouanne y Tournais, pero sin heroísmo ni ninguna batalla digna de ser recordada. Mientras tanto, en Inglaterra, quedó como regente Catalina; los conflictos escoceses se saldaron con la Batalla de Flodden, en septiembre de 1513, con una aplastante victoria de Inglaterra.
Después de la muerte de Luis XII de Francia, que dejó viuda a la hermana de Enrique, María Tudor, Francisco I fue el protagonista indiscutible de la política francesa de la primera mitad del siglo. Enrique no lo ignoraba y buscó una alianza con él, alianza propiciada por Wolsey, que parecía proteger los intereses franceses más incluso que los de su rey. Ambos monarcas se reunieron en El Campo del Paño de Oro, a poca distancia de Calais, en la zona de Francia que todavía pertenecía a los ingleses. En este encuentro los dos monarcas ocuparon la mayor parte de su tiempo en rivalizar en riqueza y vanidad personales. Pero no todo fueron bailes y festejos; en esa «cumbre» también se hizo política: se ratificó el tratado matrimonial de la princesa María, que para entonces contaba sólo cuatro años, con el Delfín de Francia, no mucho mayor que ella.
El reinado de Enrique fue muy distinto al de su padre; si éste era avaro, Enrique iba a dilapidar alegremente la herencia Tudor. Si el viejo rey era desconfiado y prefería llevar él mismo las riendas del gobierno, Enrique dejó gran parte del suyo en manos de otros mientras se ocupaba en diversiones cortesanas, y en proteger y promocionar a los humanistas a los que tanto admiraba.
Nada más sentarse en el trono, y para ganarse el amor del pueblo, hizo ejecutar a dos de los ministros más impopulares de Inglaterra: Empson y Dudley. Empezó así con muy buen pie su gobierno. Sin embargo, la nobleza estaba descontenta con este nuevo monarca que se rodeaba de gente vulgar sólo porque le divertían y halagaban su vanidad. «El duque de Buckingham se quejó, no sin razón, de que el rey “diera honorarios, cargos y recompensas a chicos en lugar de a nobles”. Había, sin embargo, un buen motivo que justificaba esta actitud de Enrique; al igual que su padre, desconfiaba de una nobleza que, por su sangre real, podía discutirle, e incluso quitarle el trono. Prefería mantenerlos ocupados en tareas políticas y administrativas.
Buckingham estaba resentido con esta situación, y no menos con el rápido y fulgurante ascenso de Thomas Wolsey que, de «hijo de carnicero», había llegado a ser canciller y cardenal, y cuya vida y ambiciones resultaban ofensivas para el duque. Enrique recelaba de él, y Wolsey lo convenció de que había un complot urdido contra él. El duque fue juzgado por un tribunal presidido por Norfolk y condenado a muerte por alta traición. Fue decapitado en Tower Hill el 17 de mayo de 1521.

9 de octubre de 2011

Bodas Reales



En la Edad Moderna, los matrimonios reales se negociaban sin tener en cuenta las preferencias personales de los novios.


© Antonio Fernández Luzón
© Historia National Geographic

En la época que va del Renacimiento al siglo XVIII, los príncipes y reyes de Europa no se casaban como la gente común. En ese período, más incluso que en otros anteriores, lo que determinaba un enlace matrimonial en una casa real eran los imperativos políticos. La atracción mutua e incluso el consentimiento de las partes eran ignorados, y los jóvenes casaderos de ambos sexos eran simples peones en las alianzas que las diversas monarquías europeas establecían entre sí.
Los enlaces se negociaban a menudo desde una edad muy temprana, y a los futuros esposos se les preparaba desde niños para su destino de mayores. No era insólito que las princesas viviesen desde niñas en la corte a la que estaban destinadas, a fin de que conocieran las costumbres y la lengua del país. A la escocesa María Estuardo la trasladaron a Francia en 1548, con 6 años de edad, para que fuese educada por sus futuros suegros Enrique II y Catalina de Médicis. Del mismo modo, los matrimonios a veces se precipitaban e ignoraban las diferencias de edad. En 1515, el emperador Maximiliano I acordó el enlace de Ana Jagellón, que contaba 12 primaveras, con cualquiera de sus dos nietos, Carlos y Fernando, con la condición añadida de que si al cabo de un año se rompía el compromiso con los dos archiduques, Ana se casaría con el propio Maximiliano, de 56 años.

MADRES ADOLESCENTESEl casamiento precoz de adolescentes de entre 12 y 15 años, que en las familias plebeyas constituía un hecho excepcional, se convirtió en una costumbre en las casas reales y ducales de Europa. Ello hacía que las princesas quedaran expuestas a tener hijos a edad muy temprana, en una época en que los partos entrañaban mucho peligro. Claudia de Francia, esposa de Francisco I de Francia, dio a luz a siete hijos, el primero a los 15 años y el último, que le costó la vida, a los 24. Se ha calculado que la mitad de las soberanas europeas casadas cuando tenían menos de 16 años fallecieron antes de los treinta.
A la hora de casarse, los príncipes eran un juguete en manos de sus padres y las parejas se prometían sin conocerse. Sin embargo, no todo se hacía «a ciegas». Los diplomáticos, al negociar los enlaces, no olvidaban informar sobre las cualidades físicas de novios y novias. También existían los retratos. Isabel la Católica, por ejemplo, al principio de las negociaciones para su matrimonio con Fernando de Aragón, recibió del enviado de éste un medallón con un retrato suyo en miniatura, lo que, sin duda, la predispuso a favor del apuesto príncipe aragonés, de la misma edad que ella (ambos rondaban los 18 años), en vez de su otro pretendiente, el rey de Portugal, veinte años mayor. En cambio, los retratos de Carlos II no podían disimular sus malformaciones y sus dos esposas, la francesa María Luisa de Orleans y la alemana Mariana de Neoburgo, hubieron de vencer una evidente repugnancia por el partido que su familia les había negociado.
Los enlaces reales estaban rodeados de interminables formalidades legales. Los representantes de los consortes negociaban los capítulos matrimoniales en los que se fijaba la dote, los privilegios de que gozaría la reina en su nuevo país, los derechos dinásticos a los que a menudo debía renunciar… Una vez resuelto esto, tenía lugar la boda.

EL PRIMER ENCUENTRO
Como lo normal era que los novios fueran de países diferentes, la realeza recurrió de forma sistemática a un matrimonio «preliminar» que no exigía la presencia de ambos contrayentes: la boda por procuración o por poderes. El novio enviaba al país de la novia a un príncipe o gran noble que actuaba en su lugar, tanto en la ceremonia eclesiástica como, a continuación, en la alcoba, donde deslizaba una pierna o un brazo en el lecho nupcial como símbolo de que el matrimonio se había consumado. A continuación, la princesa, considerándose legalmente casada, emprendía el viaje a su nuevo reino con gran aparato, acompañada por un enorme séquito de damas y nobles ricamente ataviados. En la frontera se procedía a la protocolaria ceremonia de entrega y luego era acompañada por un lucido cortejo hasta su encuentro con el rey.
Antes de la boda propiamente dicha se permitía que los novios se vieran por primera vez. Era un momento que propiciaba la galantería y el romanticismo, incluso la pasión. Juana la Loca, al llegar a Flandes para casarse con Felipe el Hermoso, se entrevistó en «secreto» con su prometido. Felipe, al saludar a su prometida, que iba cubierta con un velo, le dijo: «No he visto nunca manos más bellas que las vuestras, mademoiselle.» Sin poder esperar más, los dos jóvenes (ella tenía 16 años y él 18) llamaron a un sacerdote para que los casara y se embarcaron en un «viaje de novios» por Brabante antes de la ceremonia oficial, que tuvo lugar dos días después.
La ceremonia de la boda regia constaba de varias fases. El primer acto consistía en la lectura y firma de las capitulaciones matrimoniales. A continuación se procedía al desposorio, mediante el que las partes otorgaban solemnemente su consentimiento al matrimonio. Tenía, por así decirlo, fuerza de contrato social y tras su celebración se podía hacer vida marital. Después (y podían pasar varias horas o días) se efectuaban las «velaciones», así denominadas porque los cónyuges iban cubiertos con un velo durante la ceremonia eclesiástica que santificaba la unión conforme a las leyes del derecho canónico.
Como el fin último del matrimonio era la procreación, el ritual civil y sagrado antes descrito no era válido hasta que no se produjese el primer trato carnal. A veces, para tener la garantía de que la consumación se realizaba, el débito conyugal se llevaba a cabo ante testigos. Fue el caso de los futuros Reyes Católicos, cuya noche de bodas discurrió ante ojos escrutadores, como contaba un cronista: «Esa noche fue consumpto entre los novios el matrimonio, donde se mostró cumplido testimonio de su virginidad e nobleza en presencia de jueces e regidores e caballeros, según pertenecía a reyes.»

PAREJAS BIEN AVENIDAS
Nada garantizaba que en estos matrimonios de conveniencia no hubiera incompatibilidad de caracteres o falta de atracción mutua. Luis XIV, por ejemplo, mostró enseguida una visible indiferencia por su esposa española, la poco agraciada María Teresa de Austria, para pasar de brazos de una amante a otra. Aún así, a veces podía surgir la «chispa». El enlace de Carlos V con Isabel de Portugal, resultado de urgencias económicas y de intereses políticos, devino en un amor conyugal idílico. Los hijos del emperador habidos fuera del matrimonio pertenecen a su época de soltero o son posteriores a su viudez. Para mantenerse fiel a la emperatriz y resistir las tentaciones que le asaltaban durante sus numerosos viajes, Carlos V solía mortificarse con disciplinas.
Otro ejemplo, en el siglo XVIII, fue el de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Los diplomáticos decían que la princesa portuguesa era «extremadamente fea» y que a Fernando lo habían engañado enviándole retratos demasiado favorecedores; pero su elegancia, su cultura y su delicadeza personal le ganaron enteramente el afecto de su esposo y de sus súbditos. ■

19 de agosto de 2011

Ana Bolena: de reina de Inglaterra al patíbulo. Antonio Fernández Luzón




Atractiva y decidida, logró el amor incondicional de Enrique VIII, que no dudó en romper con Roma para casarse con ella; pero su incapacidad para dar un heredero al monarca le costó la vida.


© Antonio Fernández Luzón


Ana Bolena se arrodilló ante el rey, y éste le puso un manto de terciopelo carmesí y una corona de oro; además, le otorgó 1.000 libras al año «para el mantenimiento de su dignidad». Ese 1 de septiembre de 1532, Enrique VIII había dado un paso insólito: había encumbrado a una mujer a par del reino. Era una dádiva de amor ofrecida como recompensa a la entrega de una dama que, tras años de entereza y previendo su pronto matrimonio, había accedido, por fin, a ser la amante del soberano, que entonces estaba casado con Catalina de Aragón, tía del emperador Carlos V.
La pareja pasó la Navidad en su casa de campo de Greenwich. En la noche de Reyes se sirvió un banquete tan espléndido que fue necesario habilitar cocinas provisionales en los jardines. Poco después, Ana sintió un intenso deseo de comer manzanas y se dio cuenta de que estaba embarazada. Como no querían que su hijo naciese fuera del matrimonio, y aunque el rey seguía casado con Catalina de Aragón, un capellán los desposó en secreto a finales de enero de 1533.
¿Quién era esa mujer capaz de subyugar a un poderoso monarca del Renacimiento, culto y despótico? ¿Cómo llegó a convertirse en la reina consorte más recordada de Inglaterra? Nacida en 1501, Ana Bolena adquirió una excelente formación: primero en la corte de Margarita de Austria y luego en Francia, donde fue dama de honor de María Tudor —hermana de Enrique VIII y esposa de rey galo Luis XII— y después de la reina Claudia, la esposa de Francisco I.
Además de modales cortesanos y cultura, tal vez aprendió otras habilidades más dudosas en la promiscua corte de Francisco I. En 1533, éste dijo en confianza al duque de Norfolk «cuán poco virtuosamente había vivido siempre Ana». El propio Enrique VIII confesó al embajador español, en 1536, que su mujer había sido «corrompida» en Francia y que él no lo descubrió hasta que empezó a tener relaciones sexuales con ella.


UN REY A SUS PIES
Comoquiera que fuese, tras su regreso a Inglaterra en 1525 Ana no tardó en atraer la atención de Enrique. Bella e inteligente, hablaba francés con soltura y poseía conocimientos de latín; destacaba en la danza, la música y la poesía, y vestía a la última moda. Enrique le declaró su amor en 1526, pero ella se negó a ser su concubina porque sabía «lo pronto que se hartaba el rey de las que le habían servido como queridas». En realidad, Ana aspiraba a ocupar el trono de Inglaterra y, en consecuencia, coqueteaba con el monarca, se hacía de rogar o se dejaba querer, pero rehuía la consumación carnal. De la pasión que despertaba en el rey son testimonio las cartas que él le escribió entre 1527 y 1529, en una de las cuales decía: «Deseo estar en los brazos de mi amada, cuyos bonitos pechos espero besar dentro de poco… Confío gozar de aquello que tanto he anhelado, con satisfacción de ambos».
En 1528, Ana Bolena actuaba ya como si fuera la reina. Se sentaba en el asiento de ésta en los banquetes, y lucía espléndidas joyas y suntuosos vestidos de color púrpura, el color reservado para la realeza. Se le rendía mayor homenaje que a Catalina de Aragón, cada vez más arrinconada; pero esto no le bastaba. En una ocasión en que Enrique cenó con la reina, Ana armó un escándalo y le expresó airada sus quejas por las tortuosas demoras en la anulación del vínculo marital que le unía a Catalina. Incluso insinuó que le dejaría y declaró que estaba malgastando su juventud «inútilmente».
El problema de la nulidad matrimonial polarizó la opinión entre la nobleza y provocó una porfiada lucha por el poder. En aquel momento existían tres facciones en la corte: quienes seguían al cardenal Wolsey, aún ministro principal, y apoyaban al rey; los conservadores, que secundaban discretamente a la reina Catalina; y la facción de los Bolena, que pronto sería la más poderosa y lideraban la propia Ana, Thomas y George Bolena, y sir Francis Bryan.


UNA CORONACIÓN FASTUOSA
Absolutamente comprometida con la causa de la Reforma protestante (Chapuys, embajador de Carlos V, la describió como «más luterana que el propio Lutero»), Ana logró derrocar a su enemigo, el cardenal Wolsey, cuya caída, en octubre de 1529, propició el ascenso de Thomas Cranmer. Éste desencallaría la espinosa cuestión del «divorcio» de Enrique y sería recompensado con el arzobispado de Canterbury.
El 1 de septiembre de 1532, Enrique y Ana visitaron al rey de Francia, Francisco I, con vistas a recabar su apoyo para un matrimonio al que se oponían Carlos V y el papa Clemente VII. Ana triunfó totalmente: lució un fastuoso vestuario y llevó las joyas de las reinas de Inglaterra, arrancadas por la fuerza a Catalina.
A principios de 1533, y tras su boda secreta con Enrique, Ana era reina a todos los efectos menos de nombre. Cranmer acudió en su ayuda y propuso medidas radicales para legalizar la situación. Así, en abril el Parlamento aprobó el Acta de Restricción de Apelaciones, la primera de las leyes que acabarían provocando el cisma inglés y la creación de la Iglesia anglicana. El papa quedaba desautorizado para juzgar el litigio matrimonial de Enrique, y Catalina de Aragón ya no podría apelar al Vaticano contra las decisiones tomadas por las autoridades religiosas inglesas. El 23 de mayo, el arzobispo Cranmer convocó un tribunal eclesiástico que declaró nula la unión del rey con Catalina, y, cinco días después, sentenció que la boda entre Enrique y Ana era válida y legítima.
La apoteósica coronación de Ana Bolena superó en esplendor a la de todas sus predecesoras. El 31 de mayo, vestida de paño de oro y armiño blanco, hizo su entrada en Londres y recorrió la ciudad en una procesión que se extendía a lo largo de más de medio kilómetro. Los arcos triunfales y los espectáculos organizados en su honor loaban la castidad de la nueva soberana y expresaban la esperanza de que diera a luz hijos varones que continuasen la dinastía Tudor.
La facción de los Bolena estaba en el cenit de su poder. La religión, el arte y todos los aspectos de la cultura cortesana se utilizaron para exaltar la imagen de la nueva reina. Ana usó su influencia para promover la Reforma y marcó la pauta intelectual de la corte favoreciendo a eruditos comprometidos con el anglicanismo. Rara vez se la veía en público sin un devocionario en las manos y dio a sus damas un librito de rezos que podía llevarse colgando del cinturón.


LA CAÍDA EN DESGRACIA
En el verano de 1533, Ana se enteró de que Enrique tenía un escarceo con una bella dama, hecho habitual cuando sus esposas estaban embarazadas. A diferencia de Catalina, le afeó su conducta y usó palabras que no gustaron nada al rey. Éste, furioso, le dijo que debía «aguantarse como habían hecho otras mejores que ella», advirtiéndole que podía hundirla tan rápidamente como la había encumbrado. El nacimiento el 7 de septiembre, no del esperado varón, sino de una hija (la futura Isabel I), no contribuyó a mejorar la relación entre los esposos. Tal como informó el embajador veneciano, «el rey está ya fatigado hasta la saciedad de su nueva reina».
Sin embargo, había que acabar con la oposición al matrimonio real. En 1534 el parlamento dictó un Acta de Supremacía que consagraba al rey como Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, cortando definitivamente el vínculo entre Enrique y Roma, y luego otorgó la sucesión a la princesa Isabel en detrimento de María, hija de Catalina. Todo el que no jurara estas disposiciones podía ser condenado a muerte por alta traición. Así, cayeron las cabezas de quienes, como Tomás Moro, se opusieron a ello.
Pero después de sufrir un aborto, Ana se vio sometida a una gran presión. Enrique, frustrado porque no le daba el ansiado hijo varón, se entregó a «bailes y mujeres más que nunca», se mostraba cada vez más irritado ante las quejas de la reina y, a fines de 1535, inició un romance con Jane Seymour. El fuego amoroso del rey por su esposa ya se había extinguido, pero ésta se convirtió en un problema político tanto en el interior, por su impopularidad, como en el exterior, ya que tras la muerte de Catalina representaba un obstáculo para el acercamiento entre Enrique y el emperador Carlos V que defendía el primer ministro Thomas Cromwell.
El 30 de abril de 1536, mientras Ana, embarazada de nuevo, estaba en Greenwich Park, Cromwell le tendió una trampa y presentó ante el rey pruebas, al parecer incontestables, de que la reina había seducido a Smeaton y a otros miembros de su Consejo Privado, incluido su propio hermano. Aún más, había tramado un regicidio para casarse con uno de sus amantes y gobernar como regente del hijo que llevaba en su seno.
La mayoría de los historiadores considera infundadas las 22 acusaciones de adulterio que se presentaron en contra de Ana Bolena y es improbable que conspirara para asesinar al rey, que era su principal valedor y fuente de poder. Sin embargo, su reputación de mujer frívola, su gusto por la compañía masculina, y su indulgencia con el galanteo y los juegos del amor cortés hicieron que el monarca y muchos otros la creyeran culpable. Un tribunal presidido por su tío, el duque de Norfolk, y en el que figuraba su propio padre la condenó a muerte. Fue decapitada el 19 de mayo de 1536; Enrique sólo esperó diez días para casarse con Jane Seymour. ■

12 de agosto de 2011

Política y guerra en el s. XVI. Julia Siles Ortega

© Julia Siles Ortega. 2008


La política del siglo XVI se desarrolla en un marco muy particular: el de la Corte. Es allí donde se mueven todos los hilos del poder político en torno al rey o gobernante. La toma formal de decisiones tiene mucho que ver con «favores» o «castigos»; con la influencia que determinados personajes, nobles o no, tienen en el rey. Hay dos estructuras, la formal y la informal, que interactúan de modo constante para que la política funcione como es debido. La corte no es simplemente una institución: es un modo de vida. Al principio era un conjunto de servidores y criados encargados de custodiar, escoltar, alimentar, vestir y proteger a un príncipe y su familia. Más tarde adquirirá un papel trascendental en la política, porque será en ella donde las influencias informales tendrán un efecto práctico sobre la toma formal de decisiones. Es en el ambiente de la corte donde se encuentran las preferencias, los honores, los dones, los favores, la justicia y su puesta en práctica. Y la del cortesano es la figura más visible en todo este entramado político. El cortesano ideal debe ser inteligente, bien nacido (aunque no necesariamente noble), apuesto, experto en las artes de la guerra, maestro en el arte de la conversación, respetuoso con las damas y dueño de sus emociones. Es importante para el estatus y el honor de un caballero y su familia estar en la corte, vivir en ella, participar de sus dimes y diretes, contar con el favor y la atención del rey; si uno quiere medrar y brillar en la vida, el lugar ideal en el siglo XVI es junto al rey. Perder su favor y ser expulsado trae vergüenza y oprobio al desgraciado que se ve privado del fulgor de ese mundo de oportunidades.
En este siglo no se encuentra en toda Europa nada que pueda ser clasificado o etiquetado como «Estado Nación», concepto implantado en el siglo XIX por los historiadores a propósito de las monarquías dinásticas de los Valois en Francia (1328), los Tudor en Inglaterra (1485) y los Habsburgo en España (1516), pero que no tiene nada que ver con la realidad política del momento. Aunque no puede negarse que estas monarquías hereditarias son las protagonistas, y es alrededor de sus respectivos monarcas que gira toda la política del siglo. Aparte, hay además toda una serie de oligarquías rurales que coexisten con algunas repúblicas dominadas por una única ciudad, aparte de una singular monarquía electiva en Italia: los Estados Pontificios.
Volviendo a las monarquías, la de los Habsburgo es la más poderosa de todas; en buena parte gracias a las conquistas de España en el Nuevo Mundo, pero su inmenso poder se debe sobre todo a los lazos familiares y a las alianzas matrimoniales. Una dinastía representa mucho más que una simple familia; es una colectividad de derechos y títulos hereditarios que trasciende más allá del individuo. El gobierno de estas casas reales es, por lo tanto, muy conservador y muy poco predispuesto a cualquier cambio que altere sus costumbres y su modo de vida.
En la política de este siglo lo que marca la pauta son tres acontecimientos vitales: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. El matrimonio es, quizá de todos ellos, el más importante de cara a conseguir acuerdos y tratados políticos por su carácter diplomático. Se concertaba en los consejos dinásticos y ayudaba a reforzar las alianzas entre países. De hecho, el tratado de Cateau-Cambrésis de 1559 quedó sellado por nada menos que tres proposiciones de boda. Estos matrimonios son portadores de honor, estatus, riqueza y herencias, y por lo tanto un «buen matrimonio» lo es todo en esa época. El nacimiento es, asimismo, todo un evento político; el sexo, tema recurrente de la corte; y las noches de boda son públicas; hay que asegurarse de que los reyes consumen el acto sexual y engendren al futuro monarca, que por supuesto ha de ser varón. El nacimiento de una hembra es un fracaso, y un fracaso de la reina. El ejemplo de Enrique VIII es el más representativo del siglo. El problema no residía tanto en concebir como en conseguir llevar a término el embarazo; el riesgo de aborto era lo que más hacía peligrar la continuidad dinástica. Por último, la muerte del monarca representa un momento de transición política, y también es causa de incertidumbre, pues no siempre queda claro qué va a pasar a continuación.
Hay un caso extraordinario de «muerte política», y es la abdicación de Carlos V en 1555, cuando deja la corona en manos de su hijo Felipe II; esta abdicación no tenía precedentes y hubo que improvisar una ceremonia especial para tal ocasión.
En cuanto al consejo real, destacar la participación de la aristocracia en el poder; la pertenencia a estos consejos está condicionada por el rango y el estatus de los futuros miembros. En algunos países católicos, ciertos prelados como el cardenal Wolsey en Inglaterra, se las arreglaron para adquirir un estatus de nobleza y formar parte del círculo más íntimo del rey. Sin embargo, es la aparición de la figura del secretario de estado la auténtica innovación del siglo; originalmente eran notarios cuya función era asistir al príncipe, y habían empezado a desempeñar un importante papel en los estados italianos ya a finales del s. XV.
Estamos ya en una época en que las decisiones tomadas son registradas por escrito cada vez más a menudo, y hechas públicas de modo manuscrito o impreso. La carta va a ser un instrumento clave en los intercambios y acuerdos, y las redes de mensajeros y servicios postales llegarán a ser tan importantes como las guarniciones militares.
En el aspecto financiero cabe subrayar el progresivo endeudamiento de la monarquía; ya en 1557 los Habsburgo no pueden responder a los compromisos contraídos con banqueros genoveses y alemanes. También los Valois se encuentran en una situación apurada. Y a finales de siglo se hacer notar que los gobiernos más poderosos son también los más endeudados.
En cuanto al aspecto militar, Carlos V recomienda buscar la paz, debido al coste excesivo de las guerras; la victoria, de haberla, no compensa el gasto invertido en tal empeño. Por el lado moral, los príncipes se sienten obligados a vivir en paz, pues es ésta una virtud soberana. Pero si hay guerra, la tendencia es subcontratar soldados mercenarios; no obstante, ésta no es una buena solución, pues la lealtad de estos individuos deja mucho que desear, y si no son debidamente recompensados toman represalias, como ocurre en 1527 con los lasquenetes de Carlos V, que saquean Roma, descontentos por no haber recibido su paga.
Por último, y para concluir, decir que el pensamiento político de estos tiempos parece estar dominado por la búsqueda y el uso ilimitado del poder. En 1513, Nicolás Maquiavelo escribe uno de los libros más famosos: El Príncipe, sobre el poder ilimitado, a priori, del monarca. Pero es sobre todo la Reforma protestante, la que va a cambiar el modo en que el pueblo ve la política; en su vertiente más radical, el pensamiento político protestante llegará incluso a justificar el tiranicidio si el monarca no es un buen gobernante para su pueblo. Y ya a finales de siglo, Giovanni Botero publica su Razón de Estado. Obra, muy influyente en su día, que pretende definir el estado como un dominio sobre el pueblo, y la «razón de estado» como la política que aplica normas de prudencia para mantener dicho dominio.

8 de agosto de 2011

Enrique VIII. Juan Carlos Losada



Se divorció de cuatro de sus seis mujeres e hizo ejecutar a tres de ellas, al igual que a varios ministros de su confianza. Reprimió con dureza a católicos y protestantes, a mendigos y brujas. Ningún escrúpulo detuvo a Enrique VIII en su afán por afianzar su poder personal dentro de su reino y frente a las potencias extranjeras, entre ellas el Papado, con el que rompió.


© Texto: Juan Carlos Losada.


Enrique VIII es, sin duda, uno de los personajes más controvertidos de la historia europea del siglo XVI. Escandalizó a sus contemporáneos con su turbulenta vida amorosa, que le llevó a contraer hasta seis matrimonios. También impresionó por sus brotes de autoritarismo e incluso de espíritu sanguinario, del que fueron víctimas en varias ocasiones sus más directos colaboradores. Al mismo tiempo impulsó una decisión trascendental en la historia de Inglaterra: la ruptura de la Corona con la Iglesia de Roma, que abrió el camino a la posterior implantación del protestantismo de Inglaterra. Su acción de gobierno, a lo largo de casi cuatro décadas de reinado, afianzó a su país como una de las monarquías más estables y absolutas de Europa, sentando las bases para que asumiera el papel de gran potencia que desempeñaría en los siglos venideros.

UNA SUCESIÓN INESPERADA
Enrique Tudor vino al mundo en Greenwich, en junio de 1491. Fue el tercer hijo de Enrique VII. Su destino quedó sellado cuando Arturo, su hermano mayor y heredero al trono, murió con sólo 15 años, en 1502, lo que convirtió a Enrique en el nuevo heredero, con el título de príncipe de Gales. Justo entonces se planteó un problema que determinaría la vida y el reinado del futuro Enrique VIII: el de la joven viuda de Arturo, Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos. El matrimonio no había durado más de cinco meses y la disposición enfermiza de Arturo parece que hizo inviable la consumación del enlace.
Tras no pocas discusiones, los ingleses, con el objetivo de mantener la alianza con España contra la siempre amenazante Francia, hicieron que Catalina se casara con el hermano menor de su primer esposo; un enlace entre cuñados que requirió una dispensa papal, otorgada servicialmente por Julio II. El matrimonio se celebró justo después de que Enrique entrara en posesión del trono inglés a la muerte de su padre. En junio de 1509 ambos eran coronados reyes de Inglaterra en la abadía de Westminster; él tenía 18 años y ella, 23.
Durante su infancia y juventud, Enrique recibió una esmerada educación que hizo de él un auténtico hombre del Renacimiento. Cultivó todas las artes, incluyendo la danza, la música y la poesía, llegó a dominar varios idiomas e incluso profundizó en materias de teología. Enrique fue también un destacado deportista, que despuntaba en los torneos, la equitación, la esgrima y las cacerías. Durante muchos años, los visitantes de su corte elogiaron la prestancia del soberano; en 1532 uno de ellos escribía que el rey tenía «un cuerpo muy bien proporcionado, de estatura alta y un aire de majestad real como no se ha visto en ningún otro soberano desde hace muchos años».
De carácter mucho más enérgico y belicoso que su padre, Enrique encabezó personalmente sus ejércitos en varias ocasiones. También se empeñó en llevar él mismo las riendas del gobierno. Dio de ello una prueba manifiesta apenas accedió al trono, en 1510, cuando ordenó ejecutar a dos de los ministros de su predecesor: Richard Empson y Edmund Dudley, a los que acusó de haberse apropiado de fondos y de una excesiva voracidad en la recaudación de impuestos. Se granjeó, así, la simpatía popular, al tiempo que establecía lo que sería una constante en su reinado: la tensa relación con sus ministros de confianza.
El primero de estos ministros fue Thomas Wolsey. Desde 1511, este jurista y sacerdote, antiguo capellán de Enrique VII, se convirtió en la mano derecha del rey y, en particular, en el arquitecto de la política exterior inglesa de esos años, en la que tejió un hábil juego de alianzas. En un primer momento, Wolsey impulsó una coalición con España, el Papado y el Imperio para atacar al rey francés Luis XII, al que los ingleses derrotaron en la batalla de Guinegatte, en Normandía, en 1513; en ese mismo año también aniquilaron a los escoceses en Flodden, donde murió su rey, Jacobo IV. No obstante, al año siguiente te selló la paz con Francia. Esta política de equilibrio permitió a Inglaterra conseguir una posición de privilegio en la escena europea.
Los méritos de Wolsey fueron recompensados por el rey con el arzobispado de York en 1514 y, al año siguiente, con el puesto de lord canciller, al que se sumó un capelo cardenalicio concedido por el Papa. En 1519, con la elección imperial de Carlos V y el inicio de su rivalidad con el rey francés Francisco I, Enrique VIII se vio cortejado por ambos soberanos, igualmente deseosos de su apoyo; la influencia de Inglaterra en el escenario continental era mayor que nunca.
Pero, pese a estos éxitos en política exterior y su popularidad dentro de sus fronteras, la felicidad de Enrique VIII distaba mucho de ser completa. Desde su matrimonio, Catalina había sufrido el aborto de una niña y la muerte de tres niños, dos a las pocas horas de nacer y otro al cabo de un mes y medio de vida. Sólo en 1516 nacería María, su única hija, que fue prometida al emperador Carlos V. Dos años después, un nuevo hijo varón moriría al poco de nacer. Enrique fue desesperando de que su esposa le diera el ansiado heredero.

DIVORCIO Y CISMA
1491
. Nace en Greenwich, hijo de Enrique VII e Isabel de York. En 1509 se casa con Catalina de Aragón y sube al trono de Inglaterra.
1514. Nombra lord canciller a Thomas Wolsey, quien desde 1526 negocia la anulación del matrimonio del rey con Catalina.
1530. Tras el fracaso de su gestión ante el Papa por el asunto del matrimonio real, Wolsey es destituido. Le sustituye Tomás Moro.
1533. Se casa con Ana Bolena y rompe con el Papado. Cromwell es nombrado ministro. Tomás Moro es ejecutado en 1535.
1536. Tras la ejecución de Ana Bolena se casa con Jane Seymour, madre del futuro Eduardo VI.
1540. Su matrimonio fallido con Ana de Cleves hace que ordene ejecutar a Cromwell. Se casa con Catalina Howard.
1547. Tras un apacible matrimonio con Catalina Parr, muere en el palacio de Whitehall.

UN DIVORCIO DE ESTADO

No es de extrañar esta angustia. De niño, Enrique VIII había vivido los coletazos de las guerras civiles inglesas y creció con la obsesión de consolidar su monarquía, para lo que era imprescindible un heredero varón. No podía imaginar a una mujer desempeñando esa función, como de hecho ocurriría más tarde con sus hijas, María, en 1553, e Isabel, en 1559. Por ello, hacia 1526 empezó a acariciar la idea de separarse de Catalina y contraer un nuevo matrimonio. Ese deseo se fue volviendo cada vez más firme y obsesivo, sin duda estimulado por sus intensas inclinaciones mujeriegas, que le habían llevado a tener numerosas amantes y varios hijos naturales, entre ellos dos varones que, por ser ilegítimos, no podrían nunca sucederle. Finalmente fue una dama de la corte, Ana Bolena, quien lo convenció para que diera el último paso.
Wolsey y otros consejeros enviados a Roma por el rey comenzaron a realizar gestiones ante el papa Clemente VII para obtener la nulidad de su matrimonio con Catalina. El argumento fundamental era que la dispensa de Julio II se había obtenido fraudulentamente y que Catalina había consumado el matrimonio con su primer marido, Arturo, lo que invalidaba el posterior enlace con su cuñado Enrique. Pero el Papa no era partidario de aceptar la petición, sobre todo porque no quería indisponerse con Carlos V, el sobrino de Catalina, cuyas tropas ocuparon Roma en 1527 y lo retenían prácticamente cautivo en el castillo de Sant’ Angelo. Mantuvo, por ello, una posición ambigua: aunque Clemente no rechazaba las peticiones de Enrique VIII, en realidad impedía satisfacerlas.
En Roma se constituyó una comisión para analizar la validez de la bula papal de Julio II. Durante dos años, los argumentos teológicos y jurídicos fueron esgrimidos por los partidarios de Enrique VIII y por los de Catalina, quien se negaba a aceptar el divorcio. En 1529 se hizo evidente que el Papado no iba a aceptar la nulidad matrimonial. Tanto Enrique como Ana Bolena responsabilizaron a Wolsey del fracaso de sus gestiones, por considerar que se había mostrado demasiado sumiso ante el Papa. Wolsey fue privado de sus cargos, y sus bienes expropiados; cada vez más acosado, murió en 1530.

LA ASIMILACIÓN DEL PAÍS DE GALES
Entre 1535 y 1543, una serie de leyes fueron integrando y asimilando el País de Gales en la Corona inglesa. Con ello se creó una sola jurisdicción, y la autonomía de que gozaban los galeses, encabezados por los nobles, fue cercenada. La pretensión de Enrique VIII era unificar el reino para controlar más eficientemente todo el territorio, algo que hay que contemplar dentro del proceso de construcción de la monarquía absoluta. Las élites galesas, a cambio de su colaboración con la Corona, se vieron recompensados con la posibilidad de una mayor integración en la clase dirigente inglesa.
No sucedió lo mismo con la población galesa en general, que vio como el idioma galés quedaba marginado de los asuntos oficiales, públicos y legales, y relegado al ámbito familiar. Este destierro de la lengua autóctona debía acompañarse, como se decía en el preámbulo de la ley de 1535, con la supresión de todas las «costumbres y usos singulares y siniestros» de Gales. Desde entonces, para ejercer un cargo público en Gales sólo se podía hablar inglés. El inglés pasó a ser la lengua de la nobleza y los comerciantes, que también adoptaron la reforma protestante.
Igual pretensión tuvo Enrique en relación con Irlanda, de la que se proclamó rey, pero el hecho de que fuera una isla lejana fue decisivo para que la asimilación fuese menor. De ello es buena muestra la religión, pues los irlandeses basaron en el catolicismo su identidad, y sólo donde hubo un desembarco masivo de ingleses protestantes se produjo la integración con Inglaterra.

ENRIQUE SE ENFRENTA A ROMA
Si Enrique quería casarse con Ana Bolena no le quedaba más remedio que romper formalmente con Roma. Esto es lo que hizo en 1531, cuando fue proclamado por el Parlamento Protector de la Iglesia de Inglaterra y dejó de pagarle al Papado el diezmo acostumbrado. Al año siguiente, Tomás Moro, ilustre jurista y amigo del rey, que había relevado a Wolsey como lord canciller, dimitió por no aceptar el desafío a la Iglesia de Roma, y se retiró de la vida pública. Ofendido, Enrique VIII mandó encerrarlo en la Torre de Londres. Como Moro mantuvo su negativa a aceptar el Acta de Supremacía de 1534, que consagraba al rey como Cabeza Suprema de la Iglesia inglesa, fue decapitado al año siguiente.
Mientras tanto, el rey logró que las autoridades religiosas inglesas fallasen a su favor, sabedoras de que si no lo hacían se enfrentarían a la terrible ira del rey y que, en último término, como le sucedió a Moro, podían acabar bajo el hacha del verdugo. De esta forma, Enrique logró que Thomas Cranmer, el nuevo arzobispo de Canterbury, anulase en 1533 su matrimonio con Catalina y declarase válido el matrimonio secreto que poco antes el rey había contraído con Ana Bolena, ya abierta partidaria de la reforma protestante, a la que el Parlamento proclamó reina. En correspondencia con la nueva situación, Catalina fue desposeída de sus títulos y su hija María pasó a ser considerada ilegítima, siendo reemplazada en la línea de sucesión por Isabel, la hija de Ana Bolena, que nació en septiembre de 1533.
El proceso de ruptura con Roma siguió su curso de forma inexorable. Cuando el Parlamento prohibió las apelaciones a Roma por los tribunales eclesiásticos y aprobó la ya mencionada Acta de Supremacía, el Papa respondió excomulgando al rey inglés en 1534, con lo que el cisma era ya un hecho. En 1535 comenzó la supresión de los monasterios; sus bienes fueron expropiados y vendidos entre la nobleza. Todo ello fue cimentado por una serie de leyes que preveían la pena de muerte para quien cuestionase la autoridad real sobre la Iglesia o la validez del nuevo matrimonio del rey.
De todas formas, a pesar de que la nueva reina era una abierta partidaria de Lutero, ello no suponía que Enrique VIII hubiera abrazado el protestantismo. Desde inicios de su reinado el monarca se había presentado como un ferviente católico y había ordenado quemar por herejes a muchos protestantes. La ruptura con Roma tuvo más razones políticas que doctrinales. Es cierto que en 1536 pareció que Enrique se inclinaba por el luteranismo, influido por su ministro Thomas Cromwell, pero tres años después volvió a la ortodoxia católica, en un claro vaivén que desconcertó a los teólogos. De hecho, no fue hasta el reinado de su hijo y sucesor, Eduardo VI, cuando la reforma protestante se introdujo con fuerza en Inglaterra y de adoptó como religión oficial.

APLASTAMIENTO DE TODA DISIDENCIA
Simultáneamente al debate teológico y doctrinal en el seno de la nueva Iglesia anglicana, Enrique VIII siguió buscando obsesivamente la consolidación de su monarquía. La primera cuestión que se planteó fue de nuevo la del heredero. El hecho de que su nueva esposa le diese otra hija en lugar del ansiado varón fue una fuente más de frustración. La historia se repitió, aunque ahora de forma más trágica. En 1536, Ana Bolena fue declarada tras una farsa de proceso en la que se la acusó de bruja, adúltera e incestuosa. Las causas de su caída en desgracia no están claras; se ha hablado tanto de los delirios del rey como de que con ello buscaba congraciarse con Carlos V. Tras la ejecución, Enrique VIII se casó con Jane Seymour, que le daría su único y esperado hijo, el futuro Eduardo VI. Jane murió días después del parto y el rey ordenó guardar un luto riguroso.
Durante toda la década de 1530, Enrique VIII siguió centralizando su monarquía y controlando con mano cada vez más firme todos los resortes del Estado. Así, unificó formalmente los territorios de Gales e Inglaterra, convirtiéndolos en un solo Estado, al tiempo que se proclamó rey de Irlanda —antes era sólo «Señor» de la isla— y reforzaba su control sobre el territorio. En el ámbito interno, Enrique se esforzó por asegurar el orden público del reino mediante una serie de leyes extraordinariamente rigurosas. Por ejemplo dictó una ley contra los sodomitas que les condenaba a la horca, la Buggery Act, y otra contra la brujería, la Witchcraft Act, que permitía condenar a la hoguera a quien practicase toda actividad que pudiese ser tachada de brujería. Otra ley igualmente severa fue la dirigida contra la mendicidad; sólo podían ejercerla los viejos e incapacitados, aunque con una licencia especial, mientras que las personas jóvenes y sanas, a las que se sorprendiese mendigando, serían apresadas y azotadas hasta sangrar, y luego devueltas a su lugar de origen para que trabajasen. Poco después se endureció todavía más la ley: en caso de reincidencia, el mendigo volvería a ser azotado y se le cortaría media oreja, y si reincidía una tercera vez, el castigo sería la horca.
En teoría, Enrique introdujo todas estas medidas con el permiso y apoyo del Parlamento, pero en la realidad éste estaba totalmente sometido a la voluntad del soberano, que se supo ganar la adhesión de los notables mediante cuantiosas gratificaciones. Era público, además, que quien osara resistir a sus deseos era condenado a muerte y ejecutado sumariamente. De esta manera, combinando cruda represión y persuasión, fue convirtiendo Inglaterra en un Estado cada vez más absoluto, en el que el parlamento era incapaz de negarle nada.
A partir de 1532, la mano derecha del soberano fue Thomas Cromwell. Artífice, entre otras cosas, de la gran operación de disolución de los monasterios y abadías ingleses, acumuló cada vez más poder e influencia. Pero un nuevo embrollo matrimonial del rey causaría su perdición. En efecto, tras la muerte de Jane Seymour, Cromwell propuso a Enrique que se casase con Ana de Cleves, una noble católica que era hermana de uno de los príncipes alemanes más decididos partidarios del luteranismo, el duque de Cleves. Cromwell nunca se declaró formalmente protestante (de hecho, murió como católico), pero había favorecido y fomentado la difusión del pensamiento luterano en Inglaterra y creyó que la alianza con un significado noble alemán reformista podría incrementar la influencia de la monarquía inglesa. Sin duda también pensaba que su propia situación personal en la corte resultaría beneficiada.
Se encargó al pintor de la corte Hans Holbein el Joven hacer un retrato de la dama, pintura que, sin duda, resultó demasiado favorecedora. Lo cierto es que cuando la princesa llegó a Inglaterra, Enrique VIII la encontró horriblemente fea, además de inculta e incapaz de hablar el inglés. Aunque ambos se casaron en enero de 1540, el matrimonio no se consumó. Rápidamente se vio que el enlace había sido un mal negocio también en términos políticos, pues el duque de Cleves estaba en disputa con el emperador Carlos V y a Enrique no le interesaba mezclarse en el conflicto. Así, el rey ordenó el inicio del proceso de nulidad matrimonial, y como Ana no se opuso y aceptó que el matrimonio no se había consumado se pudo retirar en paz.
No sucedió lo mismo con el urdidor de la trama, Thomas Cromwell, que fue condenado por traición y decapitado en la Torre de Londres. Al igual que había hecho con Tomás Moro, el monarca ordenó que hirvieran la cabeza de su ministro y que la expusieran empalada en el Puente de Londres. La caída en desgracia de Cromwell supuso una cierta vuelta de Enrique a la ortodoxia católica —aunque no a la obediencia a Roma ni a la restauración de los bienes eclesiásticos—, así como una oleada de persecución contra los protestantes.

LA ÚLTIMA VÍCTIMA DEL REY
Con un parlamento domesticado, las arcas bien repletas por la expropiación de los bienes de la Iglesia, una maquinaria represiva perfectamente engrasada y una nobleza atemorizada, el poder de la monarquía inglesa se fue haciendo cada vez más incontestable y se asentó como una de las coronas más fuertes de su época.
El mismo día de la ejecución de Cromwell, Enrique VIII se volvía a casar con una joven llamada Catalina Howard, prima de Ana Bolena. Pero enseguida se descubrió que la dama, disgustada por la convivencia con un marido mucho mayor que ella y terriblemente obeso, mantenía relaciones adúlteras con un joven cortesano y que, en el pasado, también había intimado con otro noble al que seguía frecuentando. El resultado fue la inmediata ejecución de los dos hombres en 1541, y la de Catalina un año después, tras ser anulado su matrimonio; tenía tan sólo 18 años.
En 1543, Enrique VIII se casó con su última mujer, una viuda llamada Catalina Parr. Catalina era oficialmente protestante, por lo que discutía frecuentemente con Enrique, que seguía manifestándose católico. Pese a ello, sus relaciones fueron apacibles y la nueva esposa incluso medió para que Enrique acogiese de nuevo a sus dos hijas, María e Isabel. Pese a que ambas eran legalmente ilegítimas, Catalina logró que fuesen situadas en la línea sucesoria tras el heredero al trono, Eduardo.
Enrique VIII falleció en enero de 1547. En los últimos años padeció gota y escorbuto así como una extrema obesidad. Durante un torneo sufrió, asimismo, una herida en una pierna que al final se ulceró, lo que posiblemente aceleró su muerte. Fue enterrado junto a su esposa Jane Seymour, la madre de su tan anhelado heredero varón. Los tres hijos que le sobrevivieron, nacidos dentro del matrimonio, aunque de diferentes esposas —Eduardo, María e Isabel—, reinarían en Inglaterra durante el siguiente medio siglo. Pero ninguno de ellos tuvo descendencia, por lo que la turbulenta historia de la dinastía de los Tudor llegó a su fin en 1603, con la muerte de Isabel I.

UNA FIESTA POR TODO LO ALTO
En junio de 1520 Enrique VIII se trasladó a Calais, entonces posesión inglesa, para celebrar en sus inmediaciones una entrevista con Francisco I de Francia. El motivo del encuentro era concluir una alianza entre los dos países, pero los reyes, ambos veinteañeros, aprovecharon la ocasión para organizar unos festejos que pronto se hicieron legendarios. El Campo del Paño de Oro, como se denominó, reunió a 6.000 nobles y caballeros, que durante tres semanas se entregaron a todo tipo de diversiones cortesanas.

ENRIQUE VIII Y SUS MINISTROS
El reinado de Enrique VIII permitió a varios políticos de origen humilde escalar hasta las más altas posiciones de poder. Uno de ellos, Wolsey, se hizo construir el soberbio palacio de Hampton Court, que luego regaló al rey. THOMAS WOLSEY, LA MANO DERECHA DEL JOVEN REY. En los primeros veinte años del reinado de Enrique VIII, Thomas Wolsey llevó toda la carga del gobierno. De orígenes modestos, hizo carrera en la Iglesia hasta ser nombrado limosnero del rey, lo que le dio entrada en el Consejo Privado. Los historiadores han demostrado que hizo todo lo que estuvo en su mano para lograr la anulación del matrimonio de su soberano con Catalina de Aragón, pero ello no evitó que se ganara la inquina de Ana Bolena, que provocó su caída en desgracia en 1529. THOMAS MORE, UN HUMANISTA INSOBORNABLE. Las cualidades de Thomas More como humanista y honrado funcionario llevaron a Enrique VIII a incorporarlo a su servicio en 1517. Tras ejercer misiones diplomáticas y ocupar la presidencia del Parlamento, en 1529 More fue nombrado lord canciller. Años antes él y el rey habían publicado una airada refutación de la doctrina de Lutero, pero la cuestión del matrimonio con Catalina los enemistó. Cuando More se negó a reconocer a Ana Bolena como reina, Enrique VIII hizo que lo ejecutaran como traidor, en 1535. THOMAS CROMWELL, PREMIADO CON EL CADALSO. Como su protector Wolsey, Thomas Cromwell era de familia humilde y tuvo una juventud aventurera. Se ganó el favor de Enrique VIII gracias a sus dotes de financiero y administrador y a su disposición para encargarse del trabajo sucio, por ejemplo en la campaña de supresión de los monasterios. Dominó la corte entre 1532 y 1540, pero el fiasco del matrimonio del rey con Ana de Cleves sirvió de pretexto a sus enemigos para desacreditarlo ante Enrique, quien lo hizo ejecutar en la Torre de Londres en 1540. THOMAS CRANMER, PADRE DE LA REFORMA ANGLICANA. Antiguo profesor de teología en Cambridge, Cranmer participó en algunas misiones diplomáticas para Enrique VIII, en las que trabó contacto con el movimiento protestante. Cuando el rey inglés lo nombró arzobispo de Canterbury en 1534, Cranmer era partidario resuelto de la ruptura con Roma y apoyó, por tanto, al rey en el asunto de la anulación del matrimonio real. Dio un gran impulso a la introducción de la Reforma durante el reinado de Eduardo VI, lo que le costó ser ejecutado bajo la católica María I. EL CONDE DE HERTFORD, EL REGENTE REFORMADOR. Tras la ejecución de Cromwell, Enrique VIII no quiso depender de ningún gran ministro dominante y se esforzó por gobernar en solitario. Pero en vísperas de su muerte su corte estaba dominada por las luchas entre bandos de la nobleza. La figura preponderante acabó siendo Edward Seymour, conde de Hertford, hermano mayor de la tercera esposa del soberano y, por tanto, tío del heredero. Bajo Eduardo VI se convirtió en presidente del Consejo de Regencia e impulsó la plena adopción de la Reforma.

EL PADRE DE LA ARMADA BRITÁNICA
La transformación de Inglaterra en una gran potencia tuvo su origen en la creación de un ejército y una armada capaces de intervenir con éxito en las guerras. Enrique VIII erigió defensas en sus costas para evitar una posible invasión francesa, empleó un poderoso contingente de soldados, muchos de ellos mercenarios españoles, lo que le permitió mantener un ejército en constante pie de guerra contra Francia y Escocia, y creó una flota de asalto y transporte. Todo ello gracias al dinero procedente de la expropiación de los bienes eclesiásticos.
Especialmente caros eran los enormes barcos de guerra que se botaron a principios del siglo XVI. Entre ellos destacaban el Henry Grace a Dieu, de 1.000 toneladas, y el Mary Rose, de 600 toneladas y 78 cañones. Nunca hasta entonces los navíos habían contado con tan gran dotación artillera, ejemplo de la importancia que el rey daba a poder disponer de buques bien armados.
No obstante, eran naves pesadas, poco manejables y más diseñadas para asaltar costas que para combatir en alta mar, ya que no resistían bien las tormentas y se hundían con facilidad. Pero pronto se introdujeron cambios de diseño que acabarían convirtiendo, al cabo de pocas décadas, a la marina inglesa en la mayor del mundo. Cuando murió Enrique VIII, la Royal Navy ya disponía de 53 navíos. En el marco de esta política exterior, tendente a romper el aislamiento insular, en 1512 se fundó uno de los pilares de la futura expansión británica: el Almirantazgo. ■

31 de julio de 2011

¿Por qué decidí escribir esta novela?



Ocurre a menudo, sin previo aviso. Te encuentras aquí y allá con textos y documentos que llaman poderosamente tu atención. Al principio sólo es una idea que va danzando por tu mente, no para quieta un instante y te incordia hasta que la tomas en cuenta y tiras de ella, como si del hilo de Ariadna se tratara, mirando a ver dónde te lleva. Y mientras esto ocurre, un buen día, sin venir a cuento, cuando menos te lo esperas, hallas EL TESORO que NECESITAS para que ese hilo enredado se desenrede y te lleve a donde quieres llegar.
Diría, sin temor a equivocarme, que la primera vez en mi vida que oí hablar de María Tudor fue en el cine viendo Elizabeth, la película que en el otoño de 1998 se estrenó, con Cate Blanchett como protagonista. Ya entonces vi que el personaje tenía posibilidades porque se había hablado poco (y mal) de ella. La figura de esta mujer, la primera reina de Inglaterra por derecho propio, ha estado envuelta siempre entre tinieblas; se han dicho cosas malas, peores, barbaridades y tonterías al por mayor; fruto, todo ello, del más absoluto desconocimiento. Como feminista y anglófila apasionada, empecé a sentirme tentada de reivindicar a la mujer detrás de la leyenda. Pero reconozco que tardé en tomármelo con la seriedad que el tema se merecía. Con todo, la idea no me abandonó en ningún momento, al contrario; el tema me gustaba y, casi sin querer, empecé a buscar información. Leí algunas novelas, y ya en la facultad descubrí unos cuantos libros —mayormente en inglés, como es natural— y el hilo empezó a desenredarse muy lentamente.
En la primavera de 2008 la idea dejó de ser sólo una idea más y se convirtió en proyecto a medio plazo. Por aquel tiempo, alguien dijo que habían hecho un serial sobre Los Tudor que no estaba nada mal. Arrugué el ceño preguntándome qué querría decir con «nada mal»; reconozco que soy híper crítica y muy amiga de formarme mi propia opinión de lo que leo y veo. Sobre todo si se trata de series televisivas. Al mismo tiempo me hice con una biografía de Enrique VIII (ver foto a la izquierda) y empecé a contrastar la información rigurosa de la autora con lo que contaban en el serial. Para mi más agradable sorpresa, vi que el guionista de la serie se había tomado la molestia de recurrir a fuentes fiables y no a la imaginería popular que no siempre es todo lo fiable que debiera ser. Sin olvidar que la ficción es ficción y los documentales son documentales, quedé gratamente impresionada al ver que por fin alguien había hecho algo que valía la pena. Pero definitivamente fue en noviembre cuando hallé el tesoro que buscaba, el que no alcanzaba siquiera a imaginar que pudiera existir. Siiiiiií, la encontré. Encontré una detallada y rigurosa biografía de María Tudor ¡¡¡¡en español!!!! Y no era un librito de bolsillo, no; era un LIBRO de casi 800 páginas con ilustraciones de retratos de la época, un buen aparato crítico, cuadros cronológicos…, en fin todo lo que uno espera hallar en una buena monografía sobre un tema en particular. Dios existe. Los milagros existen. Y puedo escribir la novela que quiero. Pero no soy de las que se conforman… y sigo buscando información; en los últimos 3 años he encontrado una verdadera mina, gracias a que cuando un tema sale en la tele, ¡bendita tele!, se hace inmediatamente popular y, para bien o para mal, han empezado a publicarse —y reeditarse— libros sobre los Tudor que me vienen muy bien.
Muchos pensarán, no sin razón, que mi novela es «una más, una de tantas…», olvidando que cada libro llevan la impronta de su autor y que ésta es irrepetible y perdura en el tiempo. Mi visión del personaje pretende ser más cálida, más humana, y sobre todo más objetiva. Mi propósito es exponer los hechos desnudos, sin más adornos que los que la literatura misma me impone; no hay en esta historia personajes inventados; los auténticos protagonistas son tan apasionantes que sólo preciso darles voz y contar su historia. Deseo de corazón que, al acabar, todos los lectores se sientan tan atraídos por el personaje como yo misma.

14 de junio de 2011

Todo a punto...



... Sí, ya tengo todo a punto para empezar mi Gran Novela de los Tudor. Diréis que ya se han escrito demasiadas, que el tema está más que trillado y que a muchos ya les cansa... si es que alguna vez se interesaron por él.


Pero os diré una cosa: falta la mía. Y os diré otra más: va a ser la mejor. O moriré en el intento (risas).


Llevo por lo menos 3 añitos, sino más, acariciando la idea y recopilando información... Sin embargo hoy acabé de montar la estructura o el esqueleto, como queráis llamarlo (aunque siempre está abierto a mejoras) y vi lo requetebonito que me ha quedado, lo bien montado que está; cómo se nota que domino el tema y me apasiona... Y ya os puedo decir que rondará las 800 pgs una vez publicada; 40 capítulos divididos en 7 partes cuya extensión va a depender de su importancia histórica. Y sí, lo habéis intuido y lo sabéis: la cosa va de mujeres. Otra vez.


El problema más grave, como siempre: la falta de tiempo. Pero si los dioses me son propicios podría empezar en febrero del año próximo... Y miedo me da, porque ya sabéis lo que es escribir: sabes cuándo empiezas, pero no cuándo acabas. Y una vez estás con el motor caliente y las ideas y los personajes zumbando por tu cabeza... YA NO PUEDES PARAR. Aunque los personajes ya hace meses que me andan incordiando, quieren hacer oír su voz...


Recuerdo cuando, en 1999, empecé a escribir No somos dioses; estaba por aquel tiempo con un transitorio ataque de seguridad en mí misma... Entonces lo llamaba confianza. Ahora lo llamaría ingenuidad. Pero han pasado 11 años y hoy os puedo decir que SÍ tengo confianza. Y no es un espejismo, ni una enajenación transitoria que llega, pasa y se va. Que cuando SABES que sabes escribir, todo es más fácil. Y si no más fácil, sí más apasionante. Que cada desafío es único. Y sobre todo, algo muy importante: que al otro lado del espejo hay lectores que están deseando leerte. Yo sé de unos cuantos. Y eso es, sin duda, el mejor impulso que cualquier escritor puede tener cuando se pone delante de una pantalla y un teclado.


Esta entrada la publiqué a finales de noviembre en mi blog habitual, Devoradora de libros; han pasado casi 7 meses, y he de confesar que aunque empecé la novela el día 1 de marzo de este año, no he podido avanzar todo lo que quisiera (apenas escribí 2.000 palabras). Pero esto está a punto de cambiar porque, afortunadamente, este verano sí voy a poder dedicarle todos mis desvelos y toda mi atención a esta maravillosa historia que, presumo ya, va a robarme muchas horas de sueño.


Por ello si no me veis muy a menudo por el face o por mis otros blogs... es que me he ido a otro mundo ; D. Sé que sabréis disculpar mi ausencia... y prometo que la recompensa valdrá la pena.